Alguien tuvo la humorada de colocarle al viejo y decrépito cine de mi pueblo el pomposo nombre de “Capitol” quizá queriendo arrastrar con el nombre el glamour y el exotismo de otras tierras, queriendo contaminarse de lujo y gloria. Ha fenecido hace ya unos años y, después de intentar sobrevivir amarga e innecesariamente como bar de copas, sólo espera pacientemente a que un día sea rentable echarlo abajo y construir en su solar una de las antiestéticas e impúdicas torres que coronan indecorosamente nuestros pueblos y ciudades. Tengo que acordarme, si la circunstancia me pilla todavía intentando sobrevivir, de comprar un ático modestito. Allí asomado a la barandilla de la terraza o del balcón, mientras a mis pies se extienden las vías entrecruzadas de la estación, camino de Burgos, de Madrid y Galicia, esperaré la llegada fantasmagórica de Rock Hudson o Dorys Day peleando a almohadazos o la de John Wayne que al frente de su diligencia vieja y desvencijada competirá con el expreso de las diecinueve treinta que efectuará su entrada dentro de breves minutos por la vía cuatro, andén tercero.
El cine es muy importante en la vida de los ciegos, más que nada por cuanto la permanente frustración va formando los caracteres. A mí las películas me las leía Mari Puri, la vecina de la casa molinera de mi padre. No sé por qué mi padre siempre vivió en casa distinta a la de mi madre. Yo, que había convivido con la situación desde niño, no veía nada anómalo en ello. Mi padre salía de trabajar del paso a nivel, entraba en casa de mi madre a dar los buenos días, desayunaba y acto seguido se iba a su casa a dormir. A primeros de cada mes mi madre, harta de fregar escaleras y portales, le devolvía la visita y salía de allí tres días más tarde con el dinero suficiente para aguantar un mes más. El hambre que habré pasao yo de pequeñito durante esos tres días de cada mes. Fue precisamente Mari Puri la que me hizo caer en la cuenta de que esas cosas no pasaban en ninguna otra casa. Bueno, en ninguna otra familia, quiero decir. Tenga en cuenta el lector que estamos hablando de 1960 y que en España no existía el divorcio, aunque mis progenitores practicaban el “ahí te quedas”que preconizaba Gila.
Pero les estaba hablando del Capitol. Bastantes años más tarde, Mari Puri, harta de la monotonía y del calor del verano, le robó el monedero a su madre y no tuvo reparo en invitarme al cine. Lógicamente me tuvo que ir contando escena por escena, pero lejos de cansarse hizo de ello un sacrificado deber que prolongó con los años. Gracias a ella me enamoré de Angie Dickinson. Y de Dorys Day y de Grace Kelly. Y de Silvana Mangano y de Tippi Hedren. Y de Ingrid Bergman. Creo que con el tiempo llegué a confundir a Mari Puri con algunas de ellas, sobre todo con María Antonieta Belluzi, la estanquera de Amarcord.
Era el Capitol, según mi fantasía se empeña en mezclarse con la realidad, un cine innecesariamente grande, ampuloso hasta el extremo, con pretensiones grandilocuentes, pero que no supo o no pudo actualizarse a tiempo, quizá porque su grosera clientela (formada fundamentalmente por una juventud hosca y holgazana, que se enfrentaba desesperanzada a un futuro laboral que terminaba al llegar a la categoría de “Mozo de vías y obras”) no daba para más. No dábamos para más. A ambos lados de la pantalla crecían unos enormes cactus de escayola que pretendiendo adornarla sólo la vigilaban estrechamente, quizá para que no escapara del ruinoso futuro que la aguardaba.
El Capitol, incluso durante sus mejores épocas y hasta el final de sus días laborales, mantuvo unas durísimas butacas de madera que después de noventa minutos de proyección dejaban duradera huella en las posaderas de los clientes. Solamente sabiendo esto, mejor aún, habiéndolo experimentado, es posible comprender sin asombro que tradicionalmente Mari Puri se sentaba en mis ingenuas, inocentes y virginales rodillas al cabo de los primeros treinta minutos de proyección y desde esa elevada posición iba “radiándome” la acción de la pantalla. Uno, que conoce personalmente la delicadeza de sus posaderas, comprende cuán innecesario y exagerado hubiera sido el sacrificio que le exigían aquellas incómodas butacas, en mi regazo se estaba mejor.
Hasta que una tarde decidió abandonar mis rodillas y empezó escalar sus posaderas por mis piernas con la excusa de que necesitaba apoyar la espalda. Así mientras Jerry Lewis se deshacía en muecas imposibles yo por primera vez sentí llegar la pubertad a galope tendido. La condenada Mari Puri olía tan bien y estaba tan cerca.... Jo, y yo tenía un problema con las manos, con las mías, quiero decir. Si ella las ponía en los brazos de la butaca... ¿Qué hacía yo con las mías?
Pero bueno, eso lo dejo para otro día, hoy sólo quería iniciarles en estas historias del cine de mi pueblo. Una vez conseguido mi propósito dejo este relato, Mari Puri se está cansando de escribir y yo de dictar. Hasta la próxima.