domingo, abril 24, 2005

La espiral

Salí de la cárcel al cumplirse exactamente los cinco años de mi condena sin redención de penas ni mandangas. Cinco añitos enteros cumplidos día a día. Pasé la última noche sin dormir, dando vueltas incesantemente en mi sucio jergón. Mis compañeros de celda se quejaron reiteradamente, aunque estoy seguro de que en el fondo comprendían y hasta envidiaban mi nerviosismo.

La tarde anterior había hecho la maleta detenida y concienzudamente. Aquella ropa ya gastada y pasada de moda había sido mi única posesión durante los últimos años. Toda ella me traía recuerdos de antes y de después. El jersey, por ejemplo. Me habían encarcelado con el mismo jersey que me habían regalado mis hijos el día de mi cumpleaños y era además con el que más me había abrigado durante los incómodos inviernos pasados en el Centro de Reeducación Social. ¡Centro de Reeducación Social! Ése era el pomposo nombre que le daba ahora el Gobierno a lo que siempre se había llamado cárcel. Los últimos estudios del Comité para el Lenguaje Políticamente Correcto consideraron que “Cárcel” era violentar excesivamente el idioma y descubrieron el C.R.S.

Pero estaba con la maleta, la tarde anterior había hecho la maleta. Doblé pulcra y cuidadosamente cada pantalón, cada camisa. Rellené los huecos con los calcetines, como me había enseñado mi esposa. Mi ex esposa. Los zapatos y la ropa interior iban en una bolsa de mano, de las que habitualmente se usan para hacer deporte. También había metido allí los libros que el Comité de Análisis de Reos de Centros de Educación en Libertad había considerado de obligada lectura para Presos de Primer Año y los que habían sido considerados “muy recomendables” para Presos de Segundo Año. Durante todo el tiempo que había estado en el C.R.S. había utilizado la foto de mis hijos para marcar la página en que me llegaba. Mi mujer se había divorciado de mí porque no pudo resistir la vergüenza de haberse casado con un delincuente. Los vecinos, los compañeros de trabajo, los clientes habituales de las tiendas en la que ella solía comprar empezaron a hacerle el vacío e incluso le negaron el saludo hasta que se conoció públicamente que había iniciado los trámites de divorcio. Cuando fue público hasta la paraban por la calle para darle la enhorabuena. Yo en venganza había cortado su cabeza. De la foto familiar.



A primera hora de la mañana un funcionario me acompañó al despacho del director de la prisión. Allí casi se filtraba la luz del exterior por un ventanuco que había abierto casi junto al techo. Durante casi una hora estuvo recriminándome mi “indigna conducta habitual” antes de ser denunciado y detenido, reprochándome que hubiera podido cometer tal delito y ser padre de familia al mismo tiempo. Igualmente me advirtió de modo muy riguroso contra la posible repetición de tan desafortunado comportamiento, amenazándome con aplicarme en toda su dureza el Código Penal, y finalmente me entregó la orden de libertad, no sin antes presentarme a mi Preceptor Personal. Se despidió diciendo: “Durante un año este funcionario será su sombra. Usted ni le verá ni le oirá pero aún en ese caso estará vigilándole. Otro error y la reincidencia le saldrá cara”. Ni que decir tengo que durante todo el tiempo mantuve la postura respetuosa que indica el reglamento de Presos por Vicios Sociales cuando se está en presencia de un superior: Manos a la espalda, la barbilla clavada en el pecho y los pies ligeramente separados. No era cosa de retrasar un año mi libertad por mi estúpido orgullo.


Cuando todo acabó cargué con mi equipaje hasta la puerta de salida, donde me estaba esperando el verdugo. Me senté y procedió con rapidez a raparme el pelo y tatuarme en la sien izquierda la espiral de costumbre y el número de serie que me correspondía mientras los guardias de seguridad revisaban por última vez mis pertenencias para comprobar que llevaba los libros obligatorios y la pauta de tratamiento que debía seguir semanalmente en el hospital de mi ciudad de residencia.


Me alejé con la máxima rapidez que pude sin mirar para atrás ni una sola vez. El sol que acababa de salir alargaba mi sombra que, aún débilmente, chocaba contra el sucio enlosado de la calle. Dejé los bultos en la consigna de una estación, entre cacheos y burlas de dos Guardias de Seguridad de Sanidad Pública. Les dejé hacer, firmé en su hoja de control y entré en el primer bar que encontré a tomar un café bien cargado. El fuerte sabor me hizo reaccionar y me sentí por primera vez en libertad. Gran cosa, la libertad, cuando se ha carecido de ella durante cinco años. Creo que la emoción me hizo gesticular llamativamente, pues observé que los dos camareros que estaba detrás de la barra cuchicheaban y me miraban con recelo. Estaba claro que desconfiaban de mí, la espiral de mi sien me iba señalando allá por donde fuera y todavía seguiría haciéndolo un tiempo. Pagué y salí precipitadamente de aquel tugurio, me paré nada más traspasar el umbral e inmediatamente tomé una profunda bocanada de aire que hinchó mis pulmones de libertad y de monóxido de carbono. Estoy convencido de que fue esa bocanada de aire urbano, sucio y contaminado, la que hizo renacer en mí aquellos impúdicos deseos de otras veces.


Hice como que llamaba a una puerta para volverme y meter la mano en mi calzoncillo. Satisfecho, me puse en marcha, tratando de disimular, imaginando que todo el mundo me miraba con cara de sospecha, temiendo a cada momento que alguien me señalara con el dedo o que un grupo de pandilleros barriobajeros se abalanzaran sobre mí sólo para divertirse. Indeciso, anduve largo rato, sin saber qué hacer ni dónde ir, sintiendo el deseo dentro de mí más fuerte a cada momento, sin saber si luchar contra él o dejarme llevar. Si esperaban haberme corregido con cinco años en la trena evidentemente el Sistema había fracaso. El recuerdo de que mi Preceptor Personal podía estar cerca y sin perderme de vista aumentaba mi nerviosismo, reincidir podía significar la perpetua, si el juez era benigno, o los trabajos forzados si estimaba conveniente ser riguroso. Miré a mi alrededor por si acaso pero no vi por ninguna parte al individuo en cuestión.


En las celdas se cuentan historias espantosas de ellos. Se dice que se han dado casos en que se camuflan como vecinos tuyos que pasan a tu casa a las horas más intempestivas con la excusa de llamar por teléfono, o que se valen de tus propios compañeros de trabajo para espiarte. Incluso se dice que hubo una época en que los Preceptores Personales eran siempre sexualmente atractivos para el Individuo en Libertad a Prueba, para formar pareja con él y tenerle permanentemente vigilado, incluso en la propia alcoba. Nunca he sabido si creerme estas historias pero no las niego automáticamente desde que Grupo de Dirigentes de la Nación dedicó el 20 por cien de su presupuesto al Programa de Seguridad Sanitaria del Estado.


Me estaba acercando al centro de la ciudad y aunque las aceras eran cada vez más anchas también había cada vez más personas con las que me cruzaba. Observé que algunas de ellas se apartaban ligera e inconscientemente de mí al ver la espiral tatuada entre la sien y la frente. No podía taparla con nada, estaba prohibido que se nos vendiera cualquier tipo de tocado bajo penas muy severas, sólo podía esperar a que me creciese el pelo y confiar en que el verdugo no me hubiese hecho el tatuaje demasiado adelante. Estuve a punto de chocarme con una señora que iba tirando casi violentamente de un niño pequeño y llorón. La señora al volverse y ver mi marca se paró y le dijo algo que hizo que la criatura redoblase su llanto y apretase el paso.


De pronto alguien me dio una palmada en la espalda por confusión. Durante un brevísimo instante me aterroricé y estuve a punto de decir: “Pero si no he hecho nada todavía”, lo que sin duda hubiera equivalido a admitir la agravante de premeditación. La otra persona palideció, se excusó y miró en todas las direcciones antes de echarse a correr angustiado. Sentí la urgente necesidad de huir, mi espiral se veía demasiado en aquellas calles céntricas, repletas de gentes de orden que iban y venían entre negocio y negocio, de señoras elegantes que salían de carísimas cafeterías. Me fastidiaba recibir un insulto con cada mirada que se tropezaba conmigo, apenas soportaba sin replicar tanto rechazo insolente que parecía decirme: “Molestas, no perteneces a este mundo, vete”. Con las últimas monedas que me quedaban cogí un autobús que salía hacia el extrarradio de la ciudad, me senté en las plazas posteriores que teníamos reservadas, de espaldas a los demás pasajeros, y me limité a ver perderse ante mí las calles y los edificios más céntricos. Media hora más tarde llegué al último suburbio. Al bajarme fui derecho al Centro de Control de Distrito, donde enseñé la documentación, firmé y dejé la huella dactilar, recordándome el Comisionado Vecinal que había de salir antes de la caída del sol. Salí más tranquilo, allí podría pasar más desapercibido e incluso tal vez en algún poblado marginal y tercermundista pudiese encontrar cobijo para un ex convicto.


Después de la última parada seguí andando todavía un rato, tratando de conocer los alrededores, buscando una mirada amiga que me ofreciera refugio. Unas calles más allá, junto a las últimas casas construidas, había un Instituto de Enseñanza que a pesar de su reciente edificación denotaba la misma penuria y la misma dejadez que todo lo que me rodeaba. Alguien había intentado urbanizar aquello en algún pasado reciente, pero el presupuesto debía haber sido tan escaso como su disposición a hacer las cosas bien, y como resultado de la falta de cuidado y de la reducida calidad de los materiales todo presentaba un estado lamentable. Las farolas mostraban óxido en sus numerosos abollones y raspaduras, las aceras ofrecían grandes desconchones, con una generalizada falta de baldosas, con bordillos defectuosos o inexistentes, con la mayoría de las papeleras arrancadas de su sitio o tumbadas a patadas. El abandono higiénico en general era notable y patentemente consolidado por el paso del tiempo. Junto a la puerta del Instituto, entre un mundo de papeles, trapos viejos y alguna olvidada zapatilla de estar en casa, sobre la última tapa del alcantarillado de la ciudad, se veían restos de dos o tres cajas de preservativos. Más allá todo era yermos campos de suciedad.


Detuve bruscamente mi caminar y giré sobre mí mismo sin previo aviso. Nadie. Una larga y desierta avenida por la que sólo las ratas circulaban unía aquel mísero lugar con el resto de la ciudad. Podía estar tranquilo y esperar a que los alumnos salieran para mezclarme con ellos. Entre ellos mi plan tenía sentido. Llevé mecánicamente mi mano a la bragueta y comprobé que tenía allí todo lo que necesitaba. Mientras esperaba, mi ansiedad aumentaba de manera incesante, no sabía si iba a poder esperar tanto tiempo, mi respiración se agitaba más y más y no podía pensar en otra cosa, necesitaba hacerlo ya. El cielo se iba volviendo negro, el aire no me llegaba a los pulmones y la cabeza me zumbaba. Era consciente de que la reincidencia estaba castigada muy duramente, y ya me imaginaba en el centro del patio del CRS, expuesto ante los niños de las escuelas de la ciudad que, obligados por el Comité Ciudadano Contra el Vicio a acudir por turnos todas las semanas, me observaban con una mezcla de asco y conmiseración.


Mi mente volvió a la realidad cuando largo rato más tarde empezaron a salir los alumnos de los últimos cursos, esperando en rigurosa alineación a que después del más pequeño se cerrase la puerta y el Delegado Sanitario de Educación diese la señal para entonar el himno correspondiente a aquel mes, “Respirar la Libertad”. Después todos se fueron encaminando a sus respectivas casas. Unos con aspecto de mafioso de película y otros con aire de esos cantantes macarras de primera fila mundial pasaban ante mí, indiferentes y altivos los más, desafiantes la mayoría, tristes todos. Procuré mezclarme con ellos y pasar desapercibido. Me uní al grupo de los más mayores, traté de ponerme delante de una chica minifaldera y atractiva que abrazada a su novio me ofrecía amplia cobertura de mis espaldas, y fui abriendo poco a poco los botones de mi gabardina.


Con disimulo bajé la cremallera de mi pantalón y saqué el tabaco y el mechero que había conseguido salvar de los sucesivos cacheos de la prisión. Puse mi único cigarrillo en la comisura de mis labios, encendí y aspiré profundamente. Ya estaba, ya no había marcha atrás. El humo recorría mi garganta y llenaba mis pulmones. ¡Qué satisfacción!


En aquel momento todo sucedió con rapidez, apenas expelí la primera bocanada la chica que iba detrás de mí me dobló el brazo sobre mi espalda y me recitó la orden de detención: “Soy su Preceptor Personal. Queda detenido por consumo de tabaco, con agravante de reincidencia, de exhibicionismo y de perversión de menores. Si se resiste tendremos que utilizar la violencia para devolverle al C.R.S.”

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