lunes, agosto 11, 2014

Un ciego en el cine Capitol: 10 El inglés de los cameos

Maripuri la vio por primera vez en aquellas televisiones en blanco y negro que se empezaban a ver en casa de los ricos de mi pueblo. Según dice era verano y el señor Castany, el dueño de la tienda de electrodomésticos, se cortaba las uñas de los pies con la ventana abierta, rodeado de sus tres hijos y su lánguida esposa mientras veía la televisión. Maripuri se había escapado de casa para librarse de una bronca y saltando tapia tras tapia llegó al corral del señor Castany, que como vendía electrodomésticos no necesitaba tener gallinas ni cerdos ni conejos que molestasen. Escondida y silenciosa, encogida y cautelosa, siguió “Los 39 escalones” sin que la familia propietaria se enterase. Pensando que en los tiempos actuales y habiendo tantas cadenas nos ponen las películas que nos ponen uno se maravilla de aquellas noches de la primera televisión en España.

Maripuri me lo contó bastantes años después, cuando en el Sharandon anunciaron un ciclo de Alfred Hitchcock, con tanto entusiasmo y devoción que además de prohibirle que me contara el argumento nos fuimos enseguida a la capital. En “La Diligencia”, por supuesto. En el Sharandon nadie tiraba mendrugos de pan ni silbaba bobamente cuando los protagonistas se besaban, eso que se perdían en la capital por ser tan aburridos. En el Sharandon tenían luces indirectas y ponían música clásica mientras empezaba la película, eso sí, frío hacía un montón de noviembre a marzo, pero con butacas blanditas y acolchadas, no de dura madera como en el Capitol, se hacía más llevadero. Y eso que en el Sharandon me resultaba más difícil seguir adecuadamente la película, porque la gente era más escogida y protestaba en cuanto a la Maripuri se le escapaba la voz un poquito más alto, cosa frecuente, porque a veces se dejaba llevar por la emoción, como por ejemplo cuando en “Los 39 escalones” aparece Hitchcock en pantalla, a los siete minutos, cuando el prota se fuga del teatro, o más tarde cuando el malo Godfrey Tearle, el profesor Jordan, enseña su delator dedo sin falange a Richard Hannay, o sea Robert Donat, que es que se le escapó un gritito y todo, lo que dado lo juntos que estábamos levantó las sospechas de más de un mal pensado.

Me encantó “Los 39 escalones”, sé que se nota, aunque al acabar me quedó un leve desánimo y decepción, que es lo que pasa cuando te alaban tanto una peli. Según la Maripuri es de las pocas películas que hubiera estado mejor en color que en blanco y negro, sobre todo en los exteriores, a la hora de fotografiar los hermosos paisajes escoceses, con sus valles y sus montañas majestuosas, con sus fríos lagos. Luego, muchos años más tarde, hemos sabido que se vendía en DVD una versión coloreada, pero claro, ni es lo mismo ni nada, más que otra cosa nos parecía un engaño para ignorantes, como cuando de niños nos engatusaban con un caramelo para hacernos tomar la sopa. Eso sí, como recochineo nos gustó saber que la versión coloreada valía la tercera parte que la original. ¡Bien!

Nos gustó tanto que al final cogimos entradas para todo el ciclo. Y pudimos ver varias películas mágicas de aquel Hitchcock que todavía no había hecho las maletas camino de Holywood. Creo que a Maripuri le gustó especialmente “Agente secreto”, porque siempre se había tirado por John Gielgud, que le parecía el colmo de la elegancia y del “savoir être”. Yo me sentía un tanto celoso y pensaba que era un relamido y un estirado de tomo y lomo y prefería “The Lady vanishes”, con Margaret Loockwood y Michel Redgrave, que tan tontamente tradujeron al castellano por “Alarma en el expreso”.

Había fundamentalmente dos cosas que siempre me gustaron de Hitchcock: Primero, cómo se las arreglaba para liar a cualquiera, por muy normal que fuese y por muy vida normal que llevase, jobar, que es que si él lo quería hasta el más anodino vendedor a domicilio siempre salía metido en líos de asesinatos y persecuciones y polis y todo eso, que es que hay que ver cómo lo pasaban los pobres, cómo sudaban la gota gorda hasta que al final se aclaraba todo.

Y segundo, cómo lograba mezclar en las mismas escenas el dramatismo, el riesgo y la incertidumbre con el humor y las críticas a costumbres sociales, como los momentos iniciales de “Los 39 escalones” en el teatro o cuando Robert Donat se ve obligado a pasar la noche con aquel granjero moralista y su mujer, que es que uno no entiende cómo pudo haber personas así, hombre. A la Puri siempre le llamó gustó que esa ironía, ese humor que había en tantas escenas, no le quitasen ni la más mínima tensión emocional a las pelis, que es que no despegabas los ojos de la pantalla, bueno, los oídos de la Puri y la imaginación de la pantalla, quiero decir.

Yo salí afligido después de ver “Agente secreto”, tratando de esconderme y de no llamar la atención, intentando que nadie se fijase en ese pobre ciego que salía torpemente del cine, no fuese a ocurrir que, dada mi minusvalía, algún agente enemigo, quizá el dueño de esa voz tan bien modulada que salía junto a nosotros, me eligiese como víctima propicia para alguna endiablada trama de espionaje. Me perdí de Maripuri, lo que aumentó considerablemente mi preocupación, y hube de salir como pude, tentando la pared, dejándome llevar por la marea humana que salía a empellones del cine. Pasé junto a la taquilla, sabía que sin duda Rosita me estaba observando desde el interior, sonriendo malvadamente, y estoy seguro que al pasar la oí decir: “Ahí sale, lleva un jersey marrón de cuello de pico, no lo perdáis, inútiles”. Ya fuera esperé largamente, inquieto y alerta, con el bastón preparado para defenderme, tratando de distinguir la voz o los pasos de mi chica entre la muchedumbre. Cuando por fin llegó me pareció excesivamente amable y preocupada por mí, cosa extraña en ella, casi siempre un tanto áspera y desinteresada. Al irnos hacia el autobús observé que me llevaba demasiado deprisa. ¿Por qué estaba tan callada? ¿Estaba ocurriendo algo?

Sin embargo la gente que esperaba la llegada de “La Diligencia” hablaba con absoluta tranquilidad, de lo que había pasado aquella tarde, de dónde había estado o de con quién se habían encontrado por la ciudad. El autobús llegó y se paró con la misma tos monocorde de siempre y los más nerviosos empezaron a subir enseguida. Manolo, siempre inmóvil, siempre con el volante entre las manos, saludaba pacientemente a los que iban subiendo. Un momento, ése no era Manolo, ésa no era su voz. ¿Qué estaba pasando? ¿Y por qué había más gente de vuelta al pueblo de la que había venido a primera hora de la tarde? ¿Por qué estaba tan lleno el autobús? ¿Por qué el hombre que estaba sentado al lado de Maripuri, junto a la ventana, no dejaba de golpear el suelo con el tacón del zapato mientras se comía a mordiscos pequeños y repetidos un abisinio de los que preparaba “Iris”, la confitería del centro?

¿Y quién nos decía a nosotros que el nuevo conductor del autobús no estaba liado con una potencia extranjera, la Unión Soviética, sin duda, para traer y llevar espías de incógnito como quien lleva a la gente más normal? ¿Quién nos aseguraba que en vez de devolvernos a nuestro pueblo no nos iba a llevar secuestrados a todos los pasajeros hacia algún lugar recóndito y misterioso donde alguna pretenciosa rubia bobalicona nos iba a presionar hasta que le dijéramos exactamente a qué habíamos ido aquella tarde a la capital?

Demasiadas preguntas, a ver si el nervioso iba a ser yo. Nada debía pasar, aquél era un viaje como tantos otros cientos para la Diligencia, y si Manolo estaba enfermo lo normal era que lo sustituyeran, caramba. En realidad el viaje estaba siendo tan fastidioso y lento como siempre, la vida parecía querer transcurrir monótona y pesadamente y no íbamos a ser nosotros los que le impusiéramos nuestro ritmo. Así que decidí concentrarme en las protagonistas de las pelis de Hitchcock y en cómo se parecían a Maripuri. Salvo en lo rubio, claro. Que el condenao siempre las escogía rubias, qué fijación, si sólo le faltaba Zsa Zsa Gabor. Maripuri decía que eso sería una redundancia de colecciones porque la Gabor coleccionaba maridos como Hitchcok coleccionaba rubias, y que si se hubieran casado no se sabría quién era coleccionista y quién la colección. No lo entendí, pero tampoco me importó, que Zsa Zsa Gabor siempre me pareció demasiado pelandusca. Empezaba a observar yo cómo al inglés de los cameos siempre le interesó un determinado tipo de rubias como Tippy Hedren o Grace Kelly, que compartían un estilo de vestir e incluso un mismo aire de llevar el pelo, demasiado sosito y un poco pueblerino, que ya digo que se me empezaban a parecer a la Puri.

...Sólo un oído entrenado podía haber percibido eso antes que yo, “La Diligencia” empezaba a desacelerar y sin embargo no había paradas previstas en ese viaje. Alguien avisó de que nos estaban siguiendo dos coches de la Guardia Civil y surgieron risas y bromas nerviosas, algunos se levantaron y miraron por el cristal de atrás. Efectivamente, “La Diligencia” estaba desacelerando y a pesar de ello había alcanzado a otro vehículo... de la Guardia Civil.

Algo pasaba. Paramos. Callamos. Contuvimos la respiración y esperamos. Un número apareció por la puerta delantera metralleta en mano. Yo empezaba a tener la sensación de que ya había vivido esa escena cuando el hombre que había estado golpeando el suelo con el zapato se levantó, empujó a Maripuri contra mí y salió corriendo. El número gritó: “Deténganle, que no escape”. Solamente alguien tan entrenado como yo podía tener los reflejos tan bien dispuestos y antes de que la voz se apagase ya había colocado mi bastón entre los dos pies del fugitivo, que tras caer al suelo fue inmediatamente reducido y registrado. Como era de esperar en su bolsillo le encontraron una pistola fabricada en el Este y un manojo de documentos importantes para la seguridad de Occidente.

En la plaza del pueblo todos me aplaudieron, el alcalde me miraba con envidia mientras Madeleine Carrol me felicitaba con un beso y John Gielgud me sonreía complacido, los chavales más jóvenes se turnaban para darme palmadas en la cara y decirme lo machote que era y que ellos hubieran hecho lo mismo de estar en mi lugar.

Pero como las palmadas en la cara continuaban, y algunas eran mucho más que una amistosa carantoña, abrí los ojos y a muy pocos centímetros de mí Maripuri me hablaba: “Vamos, hijo, muévete, que ya hemos llegao”. Atolondrado, la dejé salir primero y cuando iba a levantarme el que golpeaba el suelo con el tacón se me adelantó y cogiéndome la mano me puso el índice sobre mi boca. “Cuidadito”, me susurró.

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