lunes, agosto 11, 2014

Un ciego en el cine Capitol: 04 Solo en casa

Mis padres estaban casados por la Santa Madre Iglesia como era natural y seguramente inevitable en aquellos años. Nunca fueron puestos en mi conocimiento los motivos por los cuales mi padre tenía domicilio propio y diferente al de mi madre. O viceversa. Ya he dejado escrito en momentos anteriores que cuando mi padre salía de la garita del paso a nivel que guardaba pasaba siempre por mi casa, la de mi madre, a desayunar. Sopas de pan con leche y achicoria formaban parte del cuerpo principal del desayuno que se cerraba indefectiblemente con un buen vaso de aguardiente. Era raro el lunes que durante la colación no me contara alguna película, fundamentalmente de Tarzán o del Oeste, aunque recuerdo también alguna de romanos. Yo le escuchaba con gran atención, tratando de poner buen cuidado en imaginarme los horizontes lejanos del desierto de Nevada o la frondosa selva del África Ecuatorial.

Él debía verme disfrutar, pues enseguida me daba cuenta del énfasis que ponía en describirme los duelos al caer el sol o cómo los elefantes atacados por los malvados exploradores se las arreglaban siempre para enganchar a algún pobre e inocente negro y aplastarlo contra el suelo. Mi padre empezaba siempre estas narraciones una vez acabado su tazón de leche con achicoria y sólo se detenía de vez en cuando para limpiarse un hilillo de saliva que se le escapaba por la comisura de los labios. Cuando acababa su narración se bebía de un trago el vaso de aguardiente y respiraba satisfecho. Hecho lo cual se sacudía las migas que podían haber caído en el mono, se pasaba la manga por los labios y tras darme un cariñoso azote se despedía de mi madre con una larga mirada y diciendo: “Ay, señor Recesvinto, cómo fue aquello”. Nunca supe quién era el señor Recesvinto ni qué es lo que fue “aquello”.

También he contado ya anteriormente que todos los meses mi madre le devolvía las visitas, pero todas juntas, en una sola ocasión que duraba tres días. Ignoro desde cuando se producía tal situación, pero si de mi recuerdo debiera fiarme se habrían producido desde el mismo momento de mi nacimiento. Sin duda no fue así, pues que yo recuerde nadie se ocupaba de mí en esos tres días, en cuyo caso no hubiera estado yo dictando estas palabras ni habría ido nunca al cine con Maripuri. Todo lo que recuerdo es que mi madre se iba y me dejaba en el cuarto de los trastos, sentado frente a la fresquerilla, junto a la vieja y oxidada bici que mi padre había usado para ir a trabajar al primer paso a nivel que guardó, a varios kilómetros de mi casa. De la suya.

Era la fresquerilla, para quienes no vivieron los años sesenta, una especie de jaula de madera, generalmente con puerta de tela metálica, que se colocaba en sitio ventilado para conservar frescos los alimentos en aquellas prehistóricas épocas de mi infancia, cuando las neveras eran aparatos de extremo lujo absolutamente desconocidos en mi pueblo, no digamos ya los frigoríficos, que por razones obvias ni siquiera aparecían en las pelis, del oeste, de Tarzán o de romanos, que eran las únicas que me contaba mi padre.

El caso es que yo me quedaba solo en casa y repartía los tres días entre la cocina bilbaína, la fresquera y el balcón de mi casa. Por este orden, sobre todo si era invierno. El primer día lo pasaba en la cocina, aguantando el hambre pero aprovechando el calor que fuese quedando en la cocina; el segundo, cuando la cocina ya se había apagado, junto a la fresquera, aguantando el frío pero aliviando el hambre; y el tercer día, asomado al balcón, aguantando el hambre y el frío, a la espera de que mi madre apareciera por la esquina de la Calle General Franco, que era donde vivíamos como toda persona de orden entonces.

Ese tercer día, en el que yo pasaba frío y hambre suficientes para repartir en el Tercer Mundo, resultaba paradójicamente el mejor, el más breve y el que más rápidamente pasaba, de mayor he llegado a pensar que debía haber invertido el orden de los días. Acurrucado en el suelo del balcón, entre macetas yermas, restos de una persiana que algún mal viento arrancó y excrementos de pájaros pasaba yo las horas imaginando cómo serían las personas que pasaban debajo y deduciendo de sus voces y conversaciones cómo serían sus vidas. De sus pasos, apresurados, livianos, pesados, renqueantes, sacaba personajes para revivir las películas de mi padre. En esto no había color y las del Oeste eran mis preferidas por la variedad de personajes a los que adaptar los viandantes cuyos pasos este invidente espiaba sigilosamente.

Los tacones más sonoros, más mayestáticos y altaneros eran indudablemente los del sheriff James Blotter que llegaba, seguro de sí mismo y de su autoridad, a controlar qué forasteros llegaban o salían de la estación de Woodburn, Oregón, aunque en realidad fuese Teodoro, el panadero, que iba sin prisa pero sin pausa a coger el “chispa” de las cuatro para visitar a su novia en el pueblo de al lado. Los pasos más silenciosos, más ligeros y disimulados, que pasaban como en un rápido suspiro, eran los del traidor, siempre en todos los pueblos había un traidor. El sheriff debería estar obligado a sospechar de un tipo que permanecía acodado en la barra del saloon, pasase lo que pasase, controlando su espalda por el espejo. De pronto llegaba el bueno, se paraba, sin entrar, junto a la puerta y se aseguraba de que no había peligro. Sólo cuando ya estaba dentro, con un vaso de güisqui en la mano y una pelandusca rubia y escotada entreteniéndole, el traidor abandonaba el final del mostrador y se iba taimadamente a avisar a mister Broward, a su lejano rancho, al que sin embargo llegaba antes de que el bueno se acabara el güisqui. Sólo que el traidor no era el traidor, sino Marce, el recadero de la tienda de abajo, que tenía prisa por acabar cuanto antes su tarea, y mister Broward vivía en el piso de enfrente, se apellidaba Sánchez y trabajaba en la azucarera.

Al tercer día llegaba mi madre. Ya lo tenía avisado en todas las casas y portales donde fregaba: “Del uno al tres de cada mes no vengo, a cambio vendré los sábados por la mañana”. Llegaba trastabillante y tropezona, haciendo increíbles equilibrios dejaba un regordete monedero en lo más alto de la alacena, dejaba la compra en la fresquera y tras regalarme mil carantoñas me hacía la cena. Satisfecho, cansado y recobrada la seguridad me dormía abrazado a ella, a medio camino entre la mesa camilla y el sofá.

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