La amenaza de lluvia puede ser realidad en cualquier momento, el invierno en Castilla está siendo benigno pero demasiado lluvioso. El Pisuerga y el Carrión llevan mucha agua y no se sabe cuándo pueden dar el susto. Otoño en enero, melancolía más propia de noviembre que de comienzos de año, salvo porque ya no quedan hojas en los chopos.
Frente a mí Tierra de Campos se abre imperecedera con su horizonte asomado al infinito. Al fondo, portentosas iglesias y altos campanarios se ríen de los humildes palomares mientras juegan a rasgar las nubes barrigudas y grises, quizá animándolas a cumplir su destino y descargar sobre los campos todavía muertos. Villalcázar se acerca a mí pausadamente mientras los peregrinos, aún en esta época del año, arrastran su cansino paso en busca de la Puerta del Perdón.
Gris matutino. Quietud y serenidad cubren la villa, el olor a leña inunda el ambiente y podría servir para un anuncio de paz y de hogar. Si la paz y el hogar se anunciasen. Si se vendiesen. Mis pasos resuenan sobre el adoquín de las calles vacías, pregonando involuntariamente mi presencia como seguramente siglos atrás pregonarían la figura de notables y menestrales acudiendo a sus oficios o a alguno de los tres templos que en un momento poseyó la villa.
La enorme mole de su iglesia lo preside todo; su emplazamiento y su tamaño demuestran la fuerza y las intenciones de los constructores. Me detengo y observo las figuras de las arquivoltas. Me observan las figuras de las arquivoltas. Allá, en el altar mayor, en el centro del retablo, está la Virgen Blanca; un poco más arriba, el grandioso Calvario, envidia de media España. Don Jesús presume con legítimo orgullo del tesoro del que es custodio. El poder que tuvo esta tierra y cómo se ha derrumbado sobre sí misma, vaciándose, generosa e ineficaz, sobre una España que parece maldecirla amargamente pero que sin embargo se entrega a políticos que la niegan.
Me encanta pasear por Villasirga y respirar sosiego, me vuelvo Naturaleza, me vuelvo Tierra de Campos. El tiempo no trascurre y se ofrece a mí mortal y sumiso. Al volver, unas sopas de ajo frente a la iglesia, calientes, sabrosas y confortadoras, elevan mi tono vital.
Regreso a casa doliente y taciturno, estos pueblos se vacían hartos de olvido y de no importar a la España que progresa. ¿Quién cuidará de sus tesoros, de su Historia y de sus tradiciones cuando no quede nadie? ¿Qué quedará cuando nada quede?
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