domingo, marzo 20, 2011

Villalcázar de Sirga, Castilla camino de Santiago

La amenaza de lluvia puede ser realidad en cualquier momento, el invierno en Castilla está siendo benigno pero demasiado lluvioso. El Pisuerga y el Carrión llevan mucha agua y no se sabe cuándo pueden dar el susto. Otoño en enero, melancolía más propia de noviembre que de comienzos de año, salvo porque ya no quedan hojas en los chopos.

Frente a mí Tierra de Campos se abre imperecedera con su horizonte asomado al infinito. Al fondo, portentosas iglesias y altos campanarios se ríen de los humildes palomares mientras juegan a rasgar las nubes barrigudas y grises, quizá animándolas a cumplir su destino y descargar sobre los campos todavía muertos. Villalcázar se acerca a mí pausadamente mientras los peregrinos, aún en esta época del año, arrastran su cansino paso en busca de la Puerta del Perdón.

Gris matutino. Quietud y serenidad cubren la villa, el olor a leña inunda el ambiente y podría servir para un anuncio de paz y de hogar. Si la paz y el hogar se anunciasen. Si se vendiesen. Mis pasos resuenan sobre el adoquín de las calles vacías, pregonando involuntariamente mi presencia como seguramente siglos atrás pregonarían la figura de notables y menestrales acudiendo a sus oficios o a alguno de los tres templos que en un momento poseyó la villa.

La enorme mole de su iglesia lo preside todo; su emplazamiento y su tamaño demuestran la fuerza y las intenciones de los constructores. Me detengo y observo las figuras de las arquivoltas. Me observan las figuras de las arquivoltas. Allá, en el altar mayor, en el centro del retablo, está la Virgen Blanca; un poco más arriba, el grandioso Calvario, envidia de media España. Don Jesús presume con legítimo orgullo del tesoro del que es custodio. El poder que tuvo esta tierra y cómo se ha derrumbado sobre sí misma, vaciándose, generosa e ineficaz, sobre una España que parece maldecirla amargamente pero que sin embargo se entrega a políticos que la niegan.

Me encanta pasear por Villasirga y respirar sosiego, me vuelvo Naturaleza, me vuelvo Tierra de Campos. El tiempo no trascurre y se ofrece a mí mortal y sumiso. Al volver, unas sopas de ajo frente a la iglesia, calientes, sabrosas y confortadoras, elevan mi tono vital.

Regreso a casa doliente y taciturno, estos pueblos se vacían hartos de olvido y de no importar a la España que progresa. ¿Quién cuidará de sus tesoros, de su Historia y de sus tradiciones cuando no quede nadie? ¿Qué quedará cuando nada quede?

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