El caminante deja atrás Carrión y se adentra por el Camino. No es un peregrino al uso, su objetivo no es superar el camino de Santiago sino superar la vida. La estepa cerealista se le presenta como una áspera etapa de soledad en la que no hay refugio ante el despiadado sol castellano o ante el irritante viento mesetario. Cae el hielo y el frío es una rémora más que se agarra a su bastón.
Aparece Calzadilla un poco más adelante, despojo de la caída de Roma en estas tierras. Su Calle Mayor, indiferente, ciega su intimidad al intruso y ribetea sus pasos hasta el albergue. No lleva mochila ni arrastra peso, su paso es ligero y huidizo; sólo toma un café, bien caliente y bien cargado, para reemprender su marcha. Se guarda para más tarde, en el bolso de su tosco tabardo, un bocadillo y un refresco. Hay ya cierto ambiente romero a pesar de que marzo acaba de empezar y de que la primavera todavía no da noticias. Palmadas, ánimos y ultreia, caminante.
Cruza la antigua carretera nacional, deja la senda de peregrinos y se adentra en el monte. Por la ruta habitual el río Cueza se le atravesaría varias sorprendentes veces, con reiterada obstinación, como si su caminar no supusiera avance en el paisaje. A pesar de que el agua siempre fue para él inspiración y relajo esta vez prefiere el monte, imbuirse de naturaleza, alejarse de la nacional y casarse con la soledad. Está acostumbrado al viento cortante y a la aridez del paisaje. Las nubes se apiadan de él y de vez en cuando se abren y dejan pasar algunos rayos de sol. De pronto un retorcido bosquecillo acompaña su marcha durante unos kilómetros. Ama el campo y la armonía del pensamiento en silencio. No le importan ni el frío ni la lluvia, para él son caricia en su rostro barbilampiño que aniña su aspecto. Grandes y acogedoras encinas destacan de vez en cuando en el bosquecillo, le orientan y le ofrecen refugio. Sin prisa, paladeando cada momento, sigue en pos del horizonte.
Al final todos los caminos conducen a Roma y el monte le devuelve a la senda de peregrinos, con la raya negra del antiguo asfalto a su lado. Por mucha fuerza que traiga el invierno, marzo no es enero y se resiste bien si se cuenta con experiencia y la ropa adecuada. Dos kilómetros más adelante, detrás de una curva, aparece Ledigos. Será porque antes la carretera pasaba por el mismo pueblo, será porque el paisaje conforma al paisanaje, Ledigos tiene otro aspecto más urbano y ajardinado. Alguna chimenea expulsa al exterior su denuncia invernal y junto a las ventanas se oye el ruido propio del cacharrerío de cocina, quizá unos murmullos comenten que pasa otro peregrino y el viandante sonríe confortado en su soledad.
Hasta ahí decide haber caminado, ése será hoy el final de su etapa. Ahora, cuando también el sol ha completado su recorrido diario, por fin unos rayos, horizontales y vanos, asoman con precaución. Cuatro perros salen a recibirle ladrando con fingida fiereza. Impertérrito, cruza el pueblo acompañado por ellos y se sienta al final, en la parada de peregrinos, se quita las botas y descansa. Saca el refresco y el bocadillo. No va más por hoy; allá, al fondo, está otra vez el Cueza. Más lejos, Santiago.
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