martes, febrero 11, 2014

Un ciego en el cine Capitol: 14, Mister Brown y el cenicero ilegal (II)

El primer pez había picado antes incluso de lo que yo esperaba y dentro de poco una sucesión de compañeros repetiría la visita como por casualidad. Tarde o temprano alguno correría a hacérselo saber a Mister Miller. Incluso casi podía adivinar cuál iba a ser la actitud de mi jefe. Sonreiría, como siempre, torciendo la boca, lo que le daba el aspecto de ser superior a los demás y estar de vuelta de todo, introduciría con desgana el dedo pulgar en el bolsillo del chaleco y pronunciaría alguna frase solemne y sardónica. Mister Miller debía tener libros enteros de frases sardónicas que siempre soltaba con absoluta oportunidad, humillando a cualquiera que hubiese cometido un error, casi siempre ese chaval que repartía el correo interno.



Posiblemente el soplón fuese Davis, aquel chalado de Iowa que mascaba chicle incesantemente y cuya mujer reía tan escandalosamente cuando le llamaba por teléfono. Sí, Davis, que siempre estaba hablando de lo que necesitaba un aumento o un ascenso para poder mantener a su numerosa familia, exmujer incluida, sería el que no podría mantener la boca cerrada por mucho tiempo.

Me quité la chaqueta, aflojé el nudo de la corbata y fingí estar muy ocupado rellenando informes y solicitudes de supuestos clientes. Como para tener más luz o estar más cómodo giré mi sillón, de manera que la puerta quedaba a mi espalda, lo que teóricamente me impedía ver a quien se acercara. La verdad es que había dejado la foto de Alice y los niños junto a mí y exactamente opuesta a la entrada, de manera que podía ver reflejado en su cristal a todo el que se asomara o simplemente pasara por delante. Era la mejor manera de controlar las visitas sin que se me notara el interés. De vez en cuando echaba mano de la botella de whisky que tenía en el cajón y bebía a escondidas, sirviéndome en un vaso que hacía años había mangado discretamente de Buddy’s. Al tercer trago decidí dejarla junto al revólver para que causara mayor impacto en las posibles visitas.

Efectivamente, Bob Thiele, Larry Gurshin, -el de préstamos, no el de mantenimiento- y algunos más aparecieron disimuladamente a lo largo de la siguiente hora lanzando furtivas miradas al revólver y a la botella. Finalmente Davis, con la infantil excusa de una firma ilegible, entró, dio dos o tres vueltas sin saber disimular y finalmente advirtió:

- Sería mejor que no tuvieras eso a la vista, Donald.

Sonreí sin levantar apenas la mirada, reconocí superficialmente que tenía razón y para que se calmara dije que enseguida lo guardaba. Cuando finalmente le di las gracias, todavía sin moverme de mi silla, dio un suspiro, posiblemente se encogió de hombros y se marchó.

La mañana iba avanzando sin que la lluvia cesase y aliviase la pesadez del día. Aunque con menos agresividad las gotas de agua seguían estrellándose pertinazmente en mi ventana. Por debajo la vida de la Gran Manzana iba pasando ajena al revuelo que se había montado en la oficina. Un vendedor de perritos calientes que voceaba su mercancía con una dura voz metálica acostumbrada a largos partidos de baseball se instaló con su carrito justo enfrente, en la entrada de Schöreder, Coltrane & Schöreder. Un poco más allá, junto a los grandes almacenes más populares de toda la ciudad, un policía hacía su ronda metódicamente mientras seguramente algún ratero se dedicaba a robar en la calle de al lado. Sin duda Mister Miller no había llegado todavía o ya se habría hecho notar. El revólver seguía en mi mesa, sobre el cenicero, y por él habían pasado las miradas de la mitad de la oficina. Realmente yo era un tipo muy popular, el jefe al que todos hubieran invitado a la comida de Acción de Gracias, pero nunca en los años que habían pasado desde que empecé a trabajar para Miller Incorporated habían acudido tantos compañeros a visitarme con las más peregrinas historias y consultas. Ninguno hizo alusión al revólver, salvo aquella de Davis, y ya se estaba acercando la hora en que invariablemente todos los ejecutivos nos reuníamos en el despacho de dirección. Posiblemente él estaría llegando ya, le informarían con prontitud y bajaría inmediatamente a verme. Ése sería exactamente el momento que yo estaba esperando desde primera hora de la mañana, ahí empezaría lo que llevaba varios días preparando, el principio del final. Bebí sin disimulo otro vaso de whisky. Y otro a continuación. Sería la bebida o sería que la lluvia arreciaba, pero empezaba a dejar de ver el final de las agujas de Saint Patrick, que habitualmente se colaban hasta mi ventana entre una infinidad de edificios.

Me cansé de contemplar a una pareja que llena de paquetes se besaba bajo un paraguas, quizá a la espera de un taxi de la Yellow Cab. Sobre mi mesa el periódico estaba no casualmente abierto por la crónica de una manifestación contra la pena de muerte. Por lo visto en algún lugar de la Unión un infeliz había sentido la necesidad de matar a toda una familia por culpa de un aparato de radio. Había sido juzgado, hallado culpable y condenado a muerte. Los cuatro de siempre se habían manifestado tan ineficazmente como siempre. Si alguien esperara que hechos así me hiciesen reconsiderar mi decisión, estaba definitivamente equivocado.

Llamé a Miss Senders, pretextando un documento perdido, con el único objetivo de ver sus piernas y saber qué pasaba aquel día con Miller. Tenía las mejores piernas de toda la oficina (Miss Senders, no Miller), lo sabía y lo promocionaba con unas faldas siempre algo más cortas que las demás. Por un instante sentí deseos de invitarla al whisky, pero aquél hubiera sido un acto de camaradería impropio de la oficina. Me alegré de no haberme burlado de ella al entrar, pues la hubiera tenido en mi contra y hubiera sido más difícil sonsacarle información. Empezaba ya a alabar su gusto por la ropa y me disponía a interesarme por aquella marca de colonia tan agradable que usaba cuando un tipo regordete, bajito y de aspecto malhumorado entró bruscamente. Cuando ya iba a decirle que se había equivocado exhibió ante mí una insignia del Departamento de Sanidad Municipal y hablando muy imperiosamente dijo llamarse Mister Brown.

Su cara redonda y sus ojos pequeños e intrigantes me eran muy conocidos, estaba seguro de que alguna vez había salido en todos los periódicos, algo en los cayos de Florida durante un huracán, me pareció por un instante. Me ordenó con prepotencia que me levantara y me separara de la mesa. Hablaba como si fuese el dueño del mundo, era muy claro que estaba acostumbrado a mandar, y mantenía la insignia firmemente ante mí, así que no tuve otro remedio que obedecer. La pobre miss Senders iba a protestar, pero se conoce que lo pensó mejor y la prudencia hizo que retrocediese hasta la pared, aunque sin acordarse de cerrar la boca.

- Muñeca, tienes una boca de diosa, pero si no la cierras pronto no podrás volver a pegar sellos –dijo Mister Brown haciéndose el ingenioso.

Sólo un segundo más tarde apareció Davis y a continuación Miller, con su sombrero, su gabardina y su sonrisa torcida de siempre, que mostraba una especial satisfacción por lo que estaba pasando.

- Compruébelo, Mister Brown, ahí lo tiene, sobre la mesa –dijo el canalla de mi jefe.

- Mister Connor –me dijo autoritariamente aquel hombre -en esta mañana se han recibido siete denuncias en los Servicios Municipales de Sanidad contra usted. En Nueva York está prohibido fumar en lugares públicos.

- ¿Sanidad? ¿Fumar? ¡Pero si yo no fumo! –tuve que hacer un esfuerzo por contestar debido a la sorpresa, casi no sabía de qué me estaban hablando.

- No sólo fumar, la norma prohíbe la existencia de ceniceros en cualquier lugar que no sea estrictamente privado. Y usted tiene uno ahí, debajo de ese revólver, y esto es una oficina pública.

- ¿Cómo? –pregunté aturdido, sin saber si tenía que disimular y por qué tenía que disimular.

- Ese cenicero. No puede tenerlo usted. Está prohibido por las autoridades sanitarias locales.

- ¿El cenicero? ¡Pero si no estoy fumando!

- Lo siento –dijo tan firme como quedamente mientras extendía hacia mí su mano-, esto es una citación para que mañana a las ocho treinta se presente en el juzgado. El servicio de mantenimiento debe proceder inmediatamente a retirar ese cenicero ilegal.

- Te dije que sería mejor que no lo tuvieras a la vista, Donald –insistió Davis a punto de dejarme solo. –Un cenicero es una invitación a fumar.

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