Se pone la mano de visera y observa con atención a través del sucio cristal antes de entrar en aquel decrépito bar. Ha llegado intencionadamente pronto y tras una duda decide entrar. Mira en su bolsillo y calcula cuánto le costará un café con leche. Pero antes ha ensayado varias veces cómo debía pedirlo correctamente, apenas hace un año que ha llegado al país y todavía no domina una lengua que le resulta diabólicamente enrevesada.
Entra con miedo y saluda en voz baja. El camarero, enorme, sucio y descuidado, aparentemente hosco con los extranjeros, está a punto de iniciar una mueca de disgusto pero se contiene, al fin y al cabo tiene poca clientela y el dinero es bueno venga de quien venga. El hombre se sienta discretamente junto a la sucia ventana, pasa la manga por el velador y limpia de restos la superficie. Deja unos papeles, se acerca con una enorme sonrisa y el miedo pintado en los ojos a pedir el café y vuelve a su mesa. ¡Cuántos podría pagar por el mismo precio en el café de su lejano pueblo! Bueno, tratará de estirar éste todo lo que pueda, varias horas si fuera posible.
Pero al bar ha ido para poder escribir a su familia con calma, tiene que centrarse, se sienta y empieza a dudar. Escribe a grandes intervalos, con largas pausas en las que se plantea lo que está haciendo. “Querida esposa: Cuánto te echo de menos. Te aseguro que a pesar de que apenas me queda tiempo libre no hago más que pensar en vosotros. En cuanto pase un poco más de tiempo podré ir a visitaros y llevar los regalos prometidos a los niños, pero es que en la oficina el trabajo es inacabable, el director es tan amable como exigente y sabe que puede confiar en mí. A veces hasta me hace comer con él para preguntarme mi opinión sobre cómo marchan las cosas en la fábrica. Cada semana me aumenta la responsabilidad y el trabajo. No sólo ayer mismo me volvió a repetir la promesa de subirme el sueldo, sino que me ha dicho varias veces que cuando le entreguen el coche nuevo va a venderme el que tiene ahora, uno enorme, con muy pocos kilómetros y en muy buen estado. Lo de la casa va cada vez mejor, de pintarla ya no tengo que preocuparme, precisamente el director me va a enviar a dos de sus obreros para que me lo arreglen todo mientras estoy en la oficina. Ayer, al ir al trabajo pasé por la oficina de correos y os envié dinero para que puedas pagar lo de la tienda y la ropa de los niños. Sé que no es mucho de momento, pero te prometo que es sólo este mes, el que viene será mucho más.”
Pero al bar ha ido para poder escribir a su familia con calma, tiene que centrarse, se sienta y empieza a dudar. Escribe a grandes intervalos, con largas pausas en las que se plantea lo que está haciendo. “Querida esposa: Cuánto te echo de menos. Te aseguro que a pesar de que apenas me queda tiempo libre no hago más que pensar en vosotros. En cuanto pase un poco más de tiempo podré ir a visitaros y llevar los regalos prometidos a los niños, pero es que en la oficina el trabajo es inacabable, el director es tan amable como exigente y sabe que puede confiar en mí. A veces hasta me hace comer con él para preguntarme mi opinión sobre cómo marchan las cosas en la fábrica. Cada semana me aumenta la responsabilidad y el trabajo. No sólo ayer mismo me volvió a repetir la promesa de subirme el sueldo, sino que me ha dicho varias veces que cuando le entreguen el coche nuevo va a venderme el que tiene ahora, uno enorme, con muy pocos kilómetros y en muy buen estado. Lo de la casa va cada vez mejor, de pintarla ya no tengo que preocuparme, precisamente el director me va a enviar a dos de sus obreros para que me lo arreglen todo mientras estoy en la oficina. Ayer, al ir al trabajo pasé por la oficina de correos y os envié dinero para que puedas pagar lo de la tienda y la ropa de los niños. Sé que no es mucho de momento, pero te prometo que es sólo este mes, el que viene será mucho más.”
Levanta la vista y coge aire en silencio, hunde la cabeza entre los hombros y se pasa las manos por los cabellos. Aprieta las mandíbulas, cierra los ojos y piensa en su pueblo, aquella casa vieja donde nació, aquella polvorienta calle donde tanto jugó de niño, la plaza donde los viejos desdentados y desesperanzados tomaban el sol...
De pronto una mano amiga se posa en su espalda, la emoción de ver a unos paisanos le envuelve y los abrazos y las risas y la alegría llenan de pronto aquel tétrico barucho. La enorme mole del dueño asoma detrás de una remendada cortina, frunce el ceño, mira con ira y murmura algo feo sobre los jodíos emigrantes.
El matrimonio recién llegado enseguida baja el tono y se sienta discretamente. Él pide café para todos y se dispone a atender a los paisanos, cuántas ilusiones, cuántos sufrimientos, cuántos esfuerzos compartidos. Las noticias no son buenas, para nadie son buenas en aquellas circunstancias. En un país desarrollado los precios son altísimos, los alquileres imposibles y los sacrificios que deben acometer los inmigrantes demasiado grandes. No es fácil encontrar casa, pero el matrimonio ha tenido suerte y después de muchas vicisitudes han encontrado un piso pequeñito en alquiler por el que pagan más que si fueran a comprarlo. Así que lo comparten con varias familias más haciendo más soportable la carga económica. Y luego están las humedades que reparar inacabablemente, los ruidos continuos, subir sin ascensor, los desconchones, las ventanas que no cierran, el frío y el calor, lo lejos que está todo de aquel barrio, lo que hay que madrugar para llegar al trabajo... Pero con todo se podrá. Tarde o temprano saldrán vencedores en un ambiente hostil, se han forjado en un país duro al que piensan volver algún día.
La noche está cayendo y han de despedirse, cada uno paga su café y por un instante el dueño del bar abandona su aire receloso y vigilante, recoge rápidamente las monedas y se queda con los brazos en jarras, expectante, deseando que aquellos extranjeros abandonen su local para limpiar el velador.
El hombre se da cuenta, se guarda prontamente su carta, le pone el único sello que le queda y cierra el sobre. Más allá de la débil luz de la calle le espera una lúgubre habitación que comparte con ocho o nueve compatriotas más. Hunde las manos desoladas en los bolsillos vacíos y aprieta el paso. No va a cenar, así ahorrará algo más y podrá acostarse el primero, al fondo de la habitación, para que los otros nueve no le molesten cuando a la mañana siguiente se levanten antes que él, es la suerte de tener el tajo cerca de casa.
Le espera un gran día, de mucho trabajo, sí, pero un gran día que mejorará sus ingresos. Por la mañana una empresa de construcción le tiene subcontratado para retirar, pico y pala por delante, los escombros de una vieja construcción derruida. No le preocupa que no le hayan dado de alta en la Seguridad Social porque lo ha hecho otra empresa para la que por la tarde ha de barrer aquel inmenso edificio de oficinas. Tendrá que darse más prisa que nunca porque, por eso va a ser un gran día, al caer la tarde hay fútbol en la ciudad y se va a estrenar como vendedor de bebidas y bocadillos a las puertas del estadio. Ha realizado una fuerte inversión para comprar un carrito y las provisiones que espera revender rápidamente, pero sobre todo para comprar el derecho a ese metro cuadrado en el que instalarse.
Ha llegado. Está ante un edificio sucio y decrépito al que le falta la puerta principal, donde las cañerías no siempre funcionan y cuya luz se pierde con facilidad. Hace calor, la suciedad y las moscas todo lo llenan. Él ya se ha acostumbrado, pero en tiempos el hedor le resultaba insoportable. Salta con desánimo los dos peldaños que siempre crujen y asciende pesadamente hasta su casa. La puerta está abierta, como siempre, nadie tiene llave de una puerta por la que pasa un montón de personas cada noche; sólo las habitaciones tienen llave que comparten unos cuantos privilegiados. Al pasar frente al cuarto de baño piensa en darse una precipitada ducha, antes de que lleguen los demás, pero no puede, un espeso olor a orines le detiene a la puerta.
Se dirige apesadumbrado a su rincón. Tiene varios paquetes envueltos con ejemplares del Frankfurter Allgemeine y del Die Welt. Escoge con cuidado uno de ellos y saca el pantalón que se pondrá al día siguiente, lo estira con las manos y lo sitúa delicada y cuidadosamente bajo la colchoneta en la que dormirá. Es todavía algo pronto, así que mientras los demás van llegando según riguroso turno, el último en acostarse lo hará junto a la puerta y será el primero en levantarse mañana, él decide escribir la dirección que falta en el sobre: “María Seviyano Centeno. Plaza de los Caídos 7. Viyarrubia de Campos. Palencia”.
Se aburre. Da vueltas sobre el jergón. Hurga entre sus pertenencias y saca un viejo periódico que trajo de su pueblo. Observa la portada: “FRANCO SE DIRIGE A LA NACIÓN”. Quiere leer pero enseguida se queda dormido. Su mente se compadece, le engaña y le hace revivir unos escasos momentos de gloria que tuvo en su pueblo, cuando siendo joven alguien le animaba a ser torero.
Genial.
ResponderEliminarYa habíamos olvidado que eso pasó hace muy pocos años
Chapó, otra razón más para seguir este blog. Intentaré que otros lo conozcan también porque merece la pena.
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