lunes, agosto 11, 2014

Un ciego en el cine Capitol: 09 El pianista de la Martinica

Yo había conseguido que en mí no fuera extremadamente vulgar llevar todo el día un palillo entre los dientes. Llevaba años tocando el piano en diversos hoteles de las Indias Occidentales francesas y no sentía deseos de dejar de hacerlo. Masticar interminablemente un palillo me hacía sentir internamente la música que luego tocaría con los muchachos sentados alrededor e invadiría el local que me pagaba. Amaba la música sobre todas las cosas, el rag y el blues eran mis ritmos preferidos, pero me adaptaba a todo con tal de que el precio fuera bueno. La segunda Guerra Mundial estaba en pleno apogeo y la presión de la Gestapo se hacía notar incluso tan lejos de la metrópoli. El destino había preferido que tocase en un antro de tercera categoría en vez de en un lujoso restaurante de los Campos Elíseos, pero en vez de maltratarme por ello intentaba sacarle partido.

Al final de aquella tarde estaban todas las mesas llenas y era imposible que en la barra se acodasen más parroquianos, el ambiente era compacto y el calor, la humedad y el humo de decenas de cigarros lo convertían en una cortina difícil de atravesar si no se estaba acostumbrado. Mis penurias me habían obligado a ir a trabajar a pesar de tener fiebre, pero agradecí haber tomado esa decisión en cuanto la vi descender de su habitación. Su cabello dorado caía limpia y dócilmente sobre sus hombros y su figura parecía relucir en medio de aquel sórdido ambiente, mientras ella intentaba atravesarnos a todos con esa mirada fija, pétrea y fría con la que parecía querer desentrañar los más profundos secretos que uno quisiera guardar.

Si mis manos se hubieran quedado suspendidas sobre el piano, si las volutas de humo hubieran detenido su ascensión, si las conversaciones se hubieran interrumpido y todas las miradas se hubieran dirigido hacia ella, la escena hubiera resultado sin duda más cinematográfica, pero la verdad es que mis dedos siguieron tocando imperturbablemente, al margen de mi voluntad y mis ojos que se habían detenido al contemplarla deslizándose por aquellas pocas escaleras con tanto aplomo y serenidad. Nadie podría nunca entrar en escena con tanto domino de la situación como lo estaba haciendo ella.

Estoy seguro de que sabía muy bien qué iba a hacer y dónde iba a ir, sin embargo primero dio un par de vueltas, mezclándose con el público y respondiendo con provocativa indiferencia a más de una mirada poco dudosa. Un intrigante juego de sombras y luces convertía su anguloso rostro en un enigma en busca de solución, un contraste de grises diversos ponía en su mirada un ápice de ingenua maldad mientras las leves arrugas de su sonrisa indicaban que ya había encontrado una trémula víctima cuya billetera sacrificar.

Pero no sólo la había visto yo. En medio de aquella clientela envuelta en gastados trajes en blanco y negro ella era una imagen refulgente que atraía sobre sí todos los deseos. Si las circunstancias de guerra en que vivíamos aquella época hubieran sido otras una muchacha tan joven no hubiera durado ni un minuto en medio de aquella turba de isleños hambrientos de aventura con la que combatir tanta desesperanza. Pero sólo Harry se movió, sólo él tenía la personalidad suficiente para sobreponerse a la pesadumbre de la guerra y a la certeza de que la Gestapo no estaría muy lejos. Sólo dio un paso, sólo fue un leve movimiento lateral para salir de detrás de aquella columna donde probablemente llevaría siglos apoyado, y se interpuso con dos vasos en la mano justo en el medio del camino que ella iba a terminar por recorrer.

- Flaca, a mí no me vas a desplumar pero puedo invitarte a una copa.

Harry no era un mal tipo, incluso habíamos llegado a ser buenos amigos. A lo largo del tiempo que llevábamos en Martinica nos habíamos hecho suficientes favores el uno al otro para considerarnos repetidamente en deuda. A pesar de ello yo le consideraba demasiado cínico y materialista, pues corrían rumores de que estaba complicado con la resistencia, no por ideología, sino por dinero. En definitiva, había un acuerdo general de que se trataba de un pobre diablo, brillante y lenguaraz desde luego, pero sin futuro. En aquellos tiempos de guerra y escasez alquilaba su barca a pescadores deportivos que tuviesen dinero suficiente para pagar poco más que la gasolina. Nunca consideré que fuese un objetivo apetecible para una mujer de mundo y menos para una muñeca delicada como aquella. Siempre he opinado que las mujeres terminan por buscar a tipos que les ofrezcan seguridad y un futuro sin sobresaltos. Quizá ése fue mi error, creer que ella era una mujer como las demás, no apreciar que eso era exactamente de lo que venía huyendo.

Después de la primera copa le dejó plantado y con una sonrisa amarga, se dedicó a tontear ligeramente con unos y con otros y al final se fijó en mí. Me vio de lejos, clavó su mirada en mi mirada y se sentó a mi lado, sonriéndome y animándome con su gesto a que siguiese tocando. Noté excesivo calor y de mi frente surgían imperiosas gotitas de sudor que sin duda me delatarían. No tardé en fijarme en que cuando creía que no la veía miraba atravesadamente a Harry y le sonreía aviesamente. De pronto caí en la cuenta de lo que estaba pasando. La copa que habían tomado juntos había sido un flechazo que difícilmente les separaría ya. Ahora estaba en juego quién de los dos cedía el paso y el orgullo ante el otro. En realidad yo no era nada, ella solamente me estaba utilizando como anzuelo para provocar la reacción que había venido a buscar. Los muchachos me estaban pidiendo una pausa para dejar sus instrumentos durante unos minutos y estirar las piernas, pero yo no podía desaprovechar aquellos instantes. Quería seguir tocando eternamente para llenarme de ella, aspirar su perfume, beberme la emoción de sus ojos, aprenderme su sonrisa, retener junto a mí sus labios finos, para tener a mi alcance aquella melena que me sonreía y me guiñaba según iban y venían las volutas de humo que engañaban la pobre luz del local que iba a adorarla. Sonreí y le pregunté el nombre.

- Marie -me contestó sin dirigirme la mirada.
- Tengo que escribirte una canción. ¿Alguna idea especial?
- Sí, tocas mejor que hablas.
- Dame tiempo, a todo se acostumbra uno.
- No me queda, la vida es muy breve.
Se levantó dedicándome un gesto que quiso ser de simpatía y complicidad, se acercó a Harry y tomándole por el brazo se dirigieron a la salida lentamente, sabiéndose propiedad el uno del otro. La noche caribeña les esperaba y cubrió su retirada de la mirada indiscreta de un indisimulado agente de la Gestapo que sin duda estaba tomando nota mental de todo lo que ocurría aquella noche.

No regresaron. Las horas pasaron sin que volviéramos a tener noticias de ellos. Mi trabajo acabó, la clientela fue tomándole camino de sus casas y una hermosa negra de tersas redondeces empezó la limpieza del local. Desesperado, decidí aguardar a que terminase la faena para quedarme solo y dedicar mis atenciones a un par de botellas de áspero ron caribeño. Quise componer una canción romántica y emotiva a la que dar su nombre para intentar atraerla a mí. No debí conseguirlo porque recuerdo que deambulé borracho e irritado derribando mesas y sillas a mi alrededor. De pronto fui consciente de que iba a perder la conciencia y a duras penas llegué a tiempo de sentarme y apoyar mi cabeza sobre una mesa. No sé cuánto tiempo habría transcurrido pero de pronto supe que ella había vuelto y que me agitaba tierna y enérgicamente para devolverme a la realidad.


- Vamos, cieguito mío, –me dijo Maripuri- ya se ha pasado todo, la fiebre te ha bajado por fin. Levanta el ánimo, ya estás mejor.

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