viernes, junio 21, 2013

Mi perro y yo

Lamentablemente Fermín se fue de mi vida en febrero de 2013. Un año aciago, por otra parte. Su recuerdo es de lo más bello que conservo en mi memoria.


Fermín no aparenta los trece años que va a cumplir. Se mantiene juvenil, vigoroso y muy activo, con iniciativa impropia de su edad, ya un tanto avanzada. Es el primero en recibirme cuando llego a casa y aunque ya no salta como antes su alegría desborda cualquier expectativa. Baila a mi alrededor, mueve el rabo y ladra, va y viene, se detiene y me espera, me llama y me busca hasta que me agacho, le acaricio la cabeza y el lomo y le doy unas palmadas de amistad, confianza y camaradería.
Él se da por satisfecho y me precede hasta el cuarto de estar, allí se detiene a mitad de camino entre la puerta y el sofá, me mira y mira a los demás para decir “Que ya está aquí, que no os habéis enterado”. Cuando después de los saludos familiares me siento, acude hasta mí, me clava su mirada penetrante y desinhibida y, situado enfrente, parece que esté a la espera de una orden que cumplir o un deseo que satisfacer.
El invierno es para él la mejor estación, forrado de pelo espeso y rizado no teme a las heladoras mañanas ni a las ocasionales nieves ni a los vientos irritantes. Cuando se acerca su hora de salir da vueltas nervioso, viene y me empuja con el hocico, al principio levemente, con mayor exigencia después. Si no le hago caso lloriquea, zalamero y plañidero, para que cumpla con su horario. Sus exagerados nervios y sus impacientes prisas al verme cerca del armario son una presión para que no tarde en abrigarme cuanto febrero me exige. Siempre tirando de la correa me pasea a fuertes impulsos de árbol en árbol, de farola en farola, en busca de las mejores y más transitadas esquinas. Si encontramos perros que puedan hacerle la competencia intenta alejarlos a ladridos y luego me mira satisfecho preguntándome “Eh, tú, grandullón, ¿a que lo he hecho bien?”.
Luego ya en casa, relajado y tranquilo, se tumba a mis pies, siempre pendiente de mí, de mis manos y de mis intenciones, de si me levanto o no, atento a mi mirada. Inesperadamente se incorpora y pone sus patas sobre mi regazo, lo tomo y lo achucho, él se deja, mimoso, y exhala un leve gruñido de placer, le rasco y se estira cuan largo es para ofrecérseme perezoso y somnoliento. Me dice “Te quiero” o “Gracias” con una mirada o con un ronco murmullo.
A veces se crea entre los dos una corriente de entendimiento difícil de explicar. Una sensación de camaradería, intimidad y comprensión mutua nos invade y se me antoja que estamos pensando lo mismo, que estamos sintiendo lo mismo, que compartimos angustias y necesidades y que puestos a ello encontraríamos las mismas soluciones. Nuestras miradas se cruzan y sólo le falta sonreír e invitarme a café.
A la noche le cuesta despedirse de mí y tengo que insistir siempre para que vaya a su espacio, la separación le duele y a mi me disgusta, pero hay rayas que no puede traspasar, mi sancta sanctorum es inviolable y cada mochuelo ha de ir a su olivo. Tiempo habrá al día siguiente para sus mimos, sus cariños, sus caricias, sus juegos y sus miradas. Para su amistad y su solidaridad.

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