Aquel anciano de la misa de seis se parecía extraordinariamente a mi padre, fallecido siete años antes. Aún sin poner demasiado cuidado uno encontraba rasgos que eran llamativamente iguales. El tono gris del pelo; su corte, peinado absolutamente hacia atrás, sin raya; el color céreo de la piel, la mancha en la mejilla izquierda, los ojos tristes y resignados, la curvatura de la espalda, el andar cansino, todo parecía un calco exacto.
Su manera de incorporarse en el banco para escuchar con devoción el Evangelio, su forma de musitar las oraciones y su mirada, Señor, qué mirada, volviendo lentamente la cara y dirigiendo anticipadamente la vista a aquello que buscaba, me turbaban obligándome a un esfuerzo especial para asegurarme a mí mismo que mi padre llevaba ya demasiados años muerto.
Ciertamente aquel desconocido era algo más alto, más fuerte y se encontraba en mejor estado general que el que sufrió mi padre los últimos años de su vida, y por ese camino podían encontrarse varias diferencias, pero el conjunto en general y sobre todo la actitud paciente y desesperanzada que aquel hombre mantenía ante la vida, ante lo que le quedara de vida, forzaba aún más el parecido. Incluso el modo de vestir era idéntico, tan sólo una insignia en la solapa y un bastón, que mi padre jamás empleó, con mango de nácar manifestaban con tenaz eficacia las diferencias.
Volví varias ocasiones a esa misa sólo para verle y comprobar que no estaba exagerando, que aquello no era una de mis manías, que aquello no tenía truco. Las últimas veces esperé en la puerta a que apareciera con su paso cansino e inseguro de siempre y estuve a punto de abordarlo y contarle el extraordinario suceso, pero el temor de asustarle y sobre todo mi inacabable timidez me hicieron desistir de aquel empeño, limitándome a ver cómo se alejaba pacientemente.
Por fin un sábado de finales de marzo no acudió a la misa que ya se había convertido para mí en una acostumbrada y desasosegadora cita. Me volví a casa inquieto y preocupado, irritado, intrigado, casi deprimido. Durante la semana no pude quitarme de la cabeza la obsesión de su repentina ausencia y una nostalgia amarga me intranquilizaba profundamente, impidiéndome un descanso sereno y relajante. Cuando su abandono se repitió un sábado más no pude aguantarme y después de la misa me acerqué a la sacristía a preguntar por él al párroco.
Éste enseguida supo de quién le hablaba, pues era persona que fácilmente destacaba entre la feligresía por su porte y su actitud. Las noticias eran extremadamente intranquilizadoras. El hombre había enfermado súbitamente y su estado decaía con gran rapidez. El sacerdote, que le había visitado a última hora de la mañana, dudaba de que el anciano pudiese sobrepasar aquella misma tarde y esperaba ser llamado en cualquier momento para administrarle la Extremaunción. Aquellas novedades, que hubiera sido lógico presuponer, me dejaron en un estado de anonadamiento del que tardé en salir varios minutos. Me sentía como si mi padre volviera a morir. Me lo imaginé enfrentándose de nuevo a esa situación término con las mínimas fuerzas vitales que le quedaban, viéndose acosado por la Parca sin un punto de rebelión, aceptando mansa e irremediablemente, pero con plena consciencia, lo que desde tiempo antes sabía ya próximo e inevitable.
Profundamente deprimido y después de rezar por él unos minutos volví a mi casa, salí al jardín y me senté en el mismo banco en que mi padre solía sentarse siete años atrás, bajo la misma mimosa bajo la que mi padre solía sentarse a leer y a hacer crucigramas cuando todavía tenía energías suficientes, cuando todavía no había decidido que le daba igual vivir que morir, divertirse que aburrirse hasta extremos inimaginables. Me senté desmañadamente, sin la adecuada compostura que tanto me hubiera pedido él aún en ocasiones en que nadie hubiera podido verme. Cambié repetidamente de posición sin encontrar acomodo suficiente; inquieto, me levanté y me volví a sentar varias veces, encendí varios cigarrillos y todos los apagué antes de tiempo.
Fermín, mi perro, vino varias veces queriendo jugar y subirse a mi regazo, haciéndome fiestas y queriendo ganar mi voluntad, pero terminó por irse y tumbarse en su lugar acostumbrado, sin duda extrañado de mi desgana poco habitual. Si alguna vez me había encontrado en situación semejante, cuando decidí divorciarme, por ejemplo, recurría a los Concerti Grossi de Händel para salir de mi abatimiento pero en aquella ocasión sabía que nada podría levantar mi casi inexistente ánimo. Me sentía ridículo al verme tan postrado por la posible muerte de alguien absolutamente desconocido, alguien a quien jamás había dirigido una palabra, alguien que se hubiera reído de saber por qué motivo había llamado mi atención. ¿Se habría cruzado alguna vez con mi padre? ¿Se conocerían?
Sigue: El anciano de misa de seis (II)
Su manera de incorporarse en el banco para escuchar con devoción el Evangelio, su forma de musitar las oraciones y su mirada, Señor, qué mirada, volviendo lentamente la cara y dirigiendo anticipadamente la vista a aquello que buscaba, me turbaban obligándome a un esfuerzo especial para asegurarme a mí mismo que mi padre llevaba ya demasiados años muerto.
Ciertamente aquel desconocido era algo más alto, más fuerte y se encontraba en mejor estado general que el que sufrió mi padre los últimos años de su vida, y por ese camino podían encontrarse varias diferencias, pero el conjunto en general y sobre todo la actitud paciente y desesperanzada que aquel hombre mantenía ante la vida, ante lo que le quedara de vida, forzaba aún más el parecido. Incluso el modo de vestir era idéntico, tan sólo una insignia en la solapa y un bastón, que mi padre jamás empleó, con mango de nácar manifestaban con tenaz eficacia las diferencias.
Volví varias ocasiones a esa misa sólo para verle y comprobar que no estaba exagerando, que aquello no era una de mis manías, que aquello no tenía truco. Las últimas veces esperé en la puerta a que apareciera con su paso cansino e inseguro de siempre y estuve a punto de abordarlo y contarle el extraordinario suceso, pero el temor de asustarle y sobre todo mi inacabable timidez me hicieron desistir de aquel empeño, limitándome a ver cómo se alejaba pacientemente.
Por fin un sábado de finales de marzo no acudió a la misa que ya se había convertido para mí en una acostumbrada y desasosegadora cita. Me volví a casa inquieto y preocupado, irritado, intrigado, casi deprimido. Durante la semana no pude quitarme de la cabeza la obsesión de su repentina ausencia y una nostalgia amarga me intranquilizaba profundamente, impidiéndome un descanso sereno y relajante. Cuando su abandono se repitió un sábado más no pude aguantarme y después de la misa me acerqué a la sacristía a preguntar por él al párroco.
Éste enseguida supo de quién le hablaba, pues era persona que fácilmente destacaba entre la feligresía por su porte y su actitud. Las noticias eran extremadamente intranquilizadoras. El hombre había enfermado súbitamente y su estado decaía con gran rapidez. El sacerdote, que le había visitado a última hora de la mañana, dudaba de que el anciano pudiese sobrepasar aquella misma tarde y esperaba ser llamado en cualquier momento para administrarle la Extremaunción. Aquellas novedades, que hubiera sido lógico presuponer, me dejaron en un estado de anonadamiento del que tardé en salir varios minutos. Me sentía como si mi padre volviera a morir. Me lo imaginé enfrentándose de nuevo a esa situación término con las mínimas fuerzas vitales que le quedaban, viéndose acosado por la Parca sin un punto de rebelión, aceptando mansa e irremediablemente, pero con plena consciencia, lo que desde tiempo antes sabía ya próximo e inevitable.
Profundamente deprimido y después de rezar por él unos minutos volví a mi casa, salí al jardín y me senté en el mismo banco en que mi padre solía sentarse siete años atrás, bajo la misma mimosa bajo la que mi padre solía sentarse a leer y a hacer crucigramas cuando todavía tenía energías suficientes, cuando todavía no había decidido que le daba igual vivir que morir, divertirse que aburrirse hasta extremos inimaginables. Me senté desmañadamente, sin la adecuada compostura que tanto me hubiera pedido él aún en ocasiones en que nadie hubiera podido verme. Cambié repetidamente de posición sin encontrar acomodo suficiente; inquieto, me levanté y me volví a sentar varias veces, encendí varios cigarrillos y todos los apagué antes de tiempo.
Fermín, mi perro, vino varias veces queriendo jugar y subirse a mi regazo, haciéndome fiestas y queriendo ganar mi voluntad, pero terminó por irse y tumbarse en su lugar acostumbrado, sin duda extrañado de mi desgana poco habitual. Si alguna vez me había encontrado en situación semejante, cuando decidí divorciarme, por ejemplo, recurría a los Concerti Grossi de Händel para salir de mi abatimiento pero en aquella ocasión sabía que nada podría levantar mi casi inexistente ánimo. Me sentía ridículo al verme tan postrado por la posible muerte de alguien absolutamente desconocido, alguien a quien jamás había dirigido una palabra, alguien que se hubiera reído de saber por qué motivo había llamado mi atención. ¿Se habría cruzado alguna vez con mi padre? ¿Se conocerían?
Sigue: El anciano de misa de seis (II)
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