Nunca hubo nadie en mi familia ligado a los negocios de restauración, señor Juez. Pertenezco a una larga saga de probos funcionarios que tradicionalmente se han ganado en esta ciudad su gris existencia. Si yo abandoné la transitada y segura senda que mi familia siempre ha recorrido, intentando primero ganarme la vida con una pizzería y después con un restaurante de lujo, fue exclusivamente por influencia de mi mujer y de Esmeraldino, su hermano y cuñado mío. Ellos, pero no sólo ellos, son los culpables de la situación actual, como más tarde se verá.
Reconozco que mi mujer jamás podrá decir que la he hecho inmensamente feliz, ni siquiera feliz, creo. Claro que yo tampoco lo he sido, pero eso siempre parece haber importado menos. No obstante, aunque en mi matrimonio nunca hayamos alcanzado el colmo de la felicidad, nuestra coexistencia ha sido moderada y aceptablemente satisfactoria. Mucho me temo que en realidad eso de la felicidad no sea más que un cuento chino que se han inventado los guionistas de Hollywood para timar a sus párvulos seguidores. Nunca me he encontrado en la vida real con alguien que dijera que su corazón iba a estallar de felicidad. Estoy convencido de que tanto la felicidad como la perfidia en estado puro no existen más allá de aquellas telenovelas románticas que hicieron su agosto en los años ochenta y noventa. La realidad es siempre mucho más gris, más confusa, la vida raramente es chicha o limoná. ¡Fabuladores!
No, mi vida no ha sido feliz y, aunque sí ha tenido buenos ratos, soy muy consciente de que han sido muchas más las épocas difíciles (cada vez que uno de mis negocios salía mal, por ejemplo) que los momentos no ya de felicidad, sino simplemente de emoción o de cierto interés. Debo recordar que no siempre la culpa de tantos instantes amargos por los que he pasado ha sido mía, y sólo en algunas ocasiones mi mujer se ha podido dar el gustazo de llamarme públicamente tonto y tenerme temporalmente cerrado el tálamo nupcial, ocasiones que jamás me preocuparon lo más mínimo, pues a poco del advenimiento de la Democracia el mismo Esmeraldino había abierto en las afueras de la ciudad un puticlub al que intentó llamar Pandemonium, pero al que los asiduos conocíamos como "Pandecoñum".
Las cosas empezaron a estropearse a partir de una idea que era esencialmente buena. Sin gran sacrificio y tras haber timado a mi cuñado, que siempre fue una cándida y generosa fuente de dinero, mi mujer y yo habíamos establecido la más nueva pizzería de la ciudad. A pesar de haber gastado un pastón tanto en la instalación como en publicidad en busca de la clientela, nuestro negocio tenía una vida bastante agónica y nunca fue el éxito que nosotros esperábamos. No solamente no se iban a cumplir nuestras expectativas de abrir un segundo local en los siguientes años, sino que difícilmente íbamos a poder mantener aquél.
Poco a poco, nuestro público iba siendo cada vez más escaso y a pesar de las sucesivas bajadas de precios pronto hubiéramos tenido que reconvertirnos en una vulgar tasca, de las que sólo despachan vino peleón a cuatro indolentes incapaces de buscar trabajo. En mis peores sueños ya les veía sucios y sin afeitar, sempiternamente acodados ante un vaso vacío, mientras los alrededores de la barra aparecían sembrados de cáscaras de cacahuetes, servilletas de papel y palillos que los parroquianos habrían arrojado al suelo después de utilizarlos para hurgarse en los oídos.
Mis largos momentos de asueto solía yo pasarlos a la puerta de mi vacío negocio, contemplando cómo caían las hojas o simplemente cómo pasaba el tiempo. Con ello no hacía sino aumentar mi malestar al ver cómo los demás comercios disfrutaban de una parroquia abundante que sin embargo se negaba a traspasar mi puerta. El contraste, que era llamativo y doloroso, me permitía afortunadamente gozar de determinados momentos que con el tiempo alcanzarían la categoría de inolvidables.
En una célebre mañana, muy poco después de abrir, vi venir por el final de la calle a un personaje ya entrado en años, de cerca de dos metros de altura, larga barba y cabeza absolutamente rasurada, cuyo ojo derecho estaba tapado por un parche que le proporcionaba un aspecto impresionante. Vestía una camiseta de tirantes, de intenso color morado, y un pantalón de chándal rojo fuego con vivos de color verde y blanco.
Recuerdo que mi primera impresión fue que pese a lo temprano de la hora el individuo había bebido demasiado, pues aparentaba llevarse bastante mal con la línea recta. Caminaba con desidia y a pesar de sus evidentes muestras de cansancio cada cierto número de metros se echaba al suelo, juntaba las manos delante del rostro y parecía orar a la manera de los fieles del Islam. Pronto me fijé que cada vez que se agachaba lo hacía exactamente sobre una de las alcantarillas que jalonaban la calle, esforzándose en escudriñar en su interior. Cuando exactamente delante de mi pizzería repetía la escena por enésima vez, se le acercó un policía que tras identificarse convenientemente le preguntó qué hacía, contestándole el beodo que buscaba las llaves de su casa, que las había perdido la noche anterior en una alcantarilla de la ciudad, pero no se acordaba en cuál, y que o las encontraba o sus padres le montaban un buen follón al llegar a casa.
Pero a pesar de momentos como el descrito la subsistencia de mi negocio era más bien precaria, pues por algún motivo el público seguía descendiendo.
Y ahí entraba mi idea, propia de una cabeza tan brillantemente dotada para el comercio como la mía, y que, debo reconocer con profunda satisfacción y henchido de orgullo, funcionó durante un tiempo, aumentando nuestro público que cada vez iba saliendo más y más satisfecho de mi negocio. Aprovechando la proverbial liberalidad de nuestras autoridades con los pequeños traficantes de droga le dije a Walter, ese cocinero entre cromañón y pitecántropo que teníamos y que decía ser italiano (mentira, seguro), que se hiciese con una cierta cantidad de cocaína, aunque para ello tuve que vender a bajo precio el lujoso reloj de pared que mi cuñado decía haber ganado en una honrada apuesta. Para que la mudanza no dejara detrás de sí la lógica huella sobre el papel pintado puse el aparador del salón en el lugar del reloj, adornándolo elegantemente con unas flores de plástico que parecían casi naturales de bien imitadas que estaban. Al final aquello no desdecía demasiado. Mi cuñado tenía de crédulo todo lo que le faltaba de buen observador, por lo que si algún tenebroso día se daba cuenta de la permuta siempre se le podía contar cualquier cándida mentira sin mayor miramiento.
El viento pareció cambiar para la pizzería en cuanto Walter, siguiendo mis instrucciones, fue añadiendo cautelosamente muy discretas cantidades de aquel polvo blanco a cada uno de los productos que salían de nuestra cocina. El éxito fue enorme y en sólo cuatro semanas llegamos a ingresar más del doble de dinero que en todo el trimestre anterior, cosa por otra parte nada difícil, dadas las menguadas entradas que hasta entonces habían sido habituales en nuestro negocio.
Lo que ya no podía yo prever, por mucho que mi mujer insistiera en lo contrario, era la visita de aquellos dos individuos, tan trajeados y tan formalmente vestidos que al principio creímos que eran dos representantes ambulantes de alguna industria de la capital, quienes en el ridículo lenguaje actual tan políticamente correcto se hacen llamar "comerciales".
Caí en la cuenta de que no eran vendedores cuando se pusieron de pie delante de mí y desde medio metro por encima de mi cabeza preguntaron que quién era el responsable del local. Por unos breves instantes quiso mi ingenuidad pensar que eran inspectores de Sanidad, quizá porque la semana anterior habíamos tenido un pequeño escándalo con una señora que protestó del estado ("encharcado" sería un suave eufemismo) en que se encontraban los servicios de la pizzería, habiéndole contestado mi mujer con la mayor educación que le fue posible que se aguantara, que la culpa era suya y de otros clientes guarros como ella, y que allí se iba a comer y no a mear. Cuando la señora reaccionó, tras varios minutos de patalear y chapotear en el mingitorio, llamó toda indignada a su Mariano, que resultó ser un alfeñique al que Walter asustó con su sola presencia. Y con el mazo de ablandar la carne.
No salí de mis sucesivos errores hasta que por fin se identificaron con sus respectivas placas. Resultaron ser dos policías secretas interesados en la materia prima que utilizábamos en nuestras pizzas, lasañas y helados, ya que al parecer nuestra fama había corrido demasiado, demasiado lejos y demasiado deprisa. Dada la fiereza de la competencia con las multinacionales del ramo instaladas en la ciudad no había lugar a dudas de que todo se debía a la envidia malsana que mi éxito estaba despertando, porque en todas partes hay gente que no sabe competir lealmente. Descargué parte de mi irritación con un par de patadas al horno y, tras acordarme de la madre que parió a la globalización y soltar todo el repertorio de tacos que conocía, decidí atenderlos personalmente.
Me empeñé en derrochar todo el encanto y toda la facundia de la que Dios me proveyó para convencerles de que si Walter era el cocinero él era el responsable y no se podían llevar a otro que a Walter. Querían que yo les acompañase, como titular del negocio, pero al final fueron comprensivos y se llevaron a mi mujer, aunque previamente hube de amenazarla en un breve aparte con hacer público que era absolutamente calva, pues la media melena pelirroja que lucía era simple prótesis decorativa que discretamente había comprado en otro lugar. Si alguna vez tuvo un terror nocturno fue que se supiese de tu total calvicie.
La cosa acabó en un disgusto menor gracias a que he coincidido demasiadas veces con el inspector jefe en el puticlub de la carretera, habiéndonos invitado muchas veces el uno al otro (También a las bebidas). Gervasio Rodilla, "Ger" o "Rodi" en los momentos de intimidad del club o después de cuatro o cinco copas, siempre había sido un tipo muy extrovertido, de los que no se escondían para ayudar a los amigos. Sobre todo porque me debía el favor de mi silencio. Siempre me lo había dicho: "Tú, tranqui, que algún día podré pagarte el favor".
En realidad, los secretos que yo debía guardarle eran dos. El día del famoso 23-F, aquél del asalto al Congreso, Ger había entrado en el puticlub y se lo había encontrado absolutamente desierto. Bueno, desierto de clientes, quiero decir, que las chicas, grandes profesionales fieles al cumplimento del deber en toda circunstancia, estaban en su puesto de trabajo y con su uniforme de faena, consistente a la sazón en un tanga de color azul metálico y un liviano fular con lentejuelas y estrellitas de plata, que tras tapar (es un decir) sus pechos se recogía de una manera graciosa detrás de la espalda. Con varias copas ya encima y creyéndose solo, el entonces joven e inexperto Gervasio Rodilla no pudo reprimir su natural y dio varios vivas a Tejero justo en el momento en que yo bajaba de la habitación de Jennifer. Con Jennifer.
Con la discreción de la que hago gala cuando me veo en peligro yo me hubiera escondido detrás de la cortina, pero Jennifer, que en realidad se llamaba Toñi y era de Venta de Baños, tropezó en el primer peldaño, cayó sobre mí, y yo, desde una altura considerable, sobre el entonces recién ingresado policía. Inmovilizado de esta forma bajo la Toñi y bajo mí, el pobre sólo acertó a decir "Bueno, me rindo pero yo no tengo nada que ver, conste". Con el barullo que se organizó y dado que la luz en estos lugares es más bien escasa, tardamos bastante en aclarar las circunstancias y en calmarle, pues al darse cuenta de su metedura de pata quiso pasar por las armas a la pobre Toñi, además de llamarle insistentemente "Toñi, Toñi, Toñi", cuando a la pobre todos le decíamos Jennifer. Ganas de fastidiar.
A partir de aquel célebre día Gervasio Rodilla y yo hemos intimado profundamente, compartiendo jornadas de fútbol televisado, copas, francachelas e incluso a alguna chica del club. Estando ya a punto de cumplir los cincuenta años Ger seguía sin haberse casado, así que el segundo secreto que yo le guardaba no era el de su habitual presencia por la barra americana, pues era cosa que conocía toda la ciudad, sino el de sus gatillazos. Porque aún ahora, cuando tantos años han pasado desde el 23-F, si alguna vez coincido con él en el lupanar subo hasta la habitación en que se encuentre y susurro junto a la cerradura: "Rooodiii, acuérdate de Tejeroooo", siendo suficiente tal alusión para que del susto al pobre se le derrumben todas sus fuerzas, concluyendo sus intentos amatorios en un considerable gatillazo.
El (presunto) negocio de la pizzería empezó a finiquitar el día en que mi cuñado se empeñó en contratar a aquel negro, "subsahariano" debería haber dicho en otro ejemplo del estúpido lenguaje políticamente correcto, que por no haber visto jamás un horno de gas hizo que todo estallase por los aires cuando intentaba encender aquel puro que yo le regalé. ¡Cómo podía saber yo que además de subsahariano era un inepto! ¡Por si no tuviera ya bastante con lo uno además tenía que ser lo otro!
De aquellas ruinas salió mi actual situación de privilegio. Porque el dinero que cobré de la compañía de seguros me vino muy bien para transformar la fracasada pizzería en nuevo restaurante de lujo, al que por un recuerdo infantil decidí llamar Totilimundi, trasladándolo además a las afueras de la ciudad, al lado del Pandemonium. Me venía bien esta vecindad pues con el tiempo Esmeraldino me había hecho gerente del club, lo que me permitía de vez en cuando cobrarme los beneficios en especie, sobre todo cuando fuera de la temporada turística o de las fiestas locales ambos negocios flaqueaban, dejándonos a las chicas y a mí sin saber cómo rellenar tanto tiempo de ocio. Visto lo azarosa que había resultado mi vida como restaurador a la italiana tuve lo que entonces creí una idea soberbia, pero que terminó por revelarse como la causa de este desdichado final: protegerme de determinados desastres imprevistos admitiendo a Rodi como socio del restaurante.
Mantenerme en el negocio de la restauración fue tanto por permanecer dentro de la misma rama de asuntos, que después de tantas experiencias frustrantes ya empezaba a controlar, como por prestar oídos al golfo de mi cuñao, que era tan ignorante, mucho, como atrevido, más, o como millonario, mucho más. El muy ladino me embaucó diciendo que había hecho su fortuna dirigiendo varios restaurantes en Barcelona, lo que era sólo parcialmente verdad, pues aunque los restaurantes estaban a su nombre en realidad no eran sino excusas para lavar dinero negro que alguien, con más dólares que acierto, había puesto bajo su (torpe) salvaguarda. A tomar la decisión final me ayudó también que el Ayuntamiento recalificara inesperadamente el magnífico solar que había junto a la carretera y que tanto me había interesado. Por lo que yo sé a esta sorprendente medida municipal contribuyó mucho una serie de reuniones a altas horas de la noche que mantuvo mi cuñado con algunos concejales y algunas de las chicas de Pandecoñum. A lo mejor ahí tiene usted tajada, señor juez.
Luego resultó que el muy imbécil de Esmeraldino ni sabía lo que era una cocina ni los sucesivos cocineros que contrataba, siempre procedentes de la inmigración más canalla e ilegal, tenían pajolera idea de lo que era un cocido madrileño o una paella de mariscos. Yo le había advertido ya previamente de que estaba jugando con fuego, de que aquellos a los que él explotaba haciéndolos trabajar sin ninguna preparación en sus diversos negocios, casi todos ilegales, durante doce horas al día, siete días a la semana, podían volverse contra él en cualquier momento. Acuérdate de la pizzería, le dije.
No me hizo ningún caso, como ocurría habitualmente, y contrató a un tal Abou Joseph que, empeñado a toda costa en agradarnos para que le consiguiéramos el certificado de residencia, insistía en prepararnos los exóticos platos de su lugar de origen. Como si los estropajosos paladares de los provincianos que se detenían en nuestro restaurante supieran apreciar el arte culinario más allá de los callos a la madrileña o del arroz a la cubana. Tuvo el infeliz la ocurrencia de prepararnos un plato que debía ser cocinado en un fuego de excrementos secos de gacela. Quizá con un poco de suerte nadie se habría enterado si el desdichado no se hubiera dejado ver previamente por el club hípico recogiendo boñigas de caballo con las que sustituir las de las lejanas e inaccesibles gacelas. Una vez aclarado el consiguiente escándalo ciudadano me conformé con despedirle tras hacerle recorrer la calle Mayor arriba y abajo arrastrando un contenedor repleto del mismo estiércol que había recogido en el club hípico. Cuando por fin se marchó de la ciudad llevaba en su andrajosa mochila un par de paladas de semejante mercancía. De recuerdo.
Pero poco tiempo después todo el mundo olvidó tan desagradable incidente y el negocio empezó a marchar viento en popa, siempre gracias a que mi ingenio no dejaba de funcionar. Había conseguido que Iñigo Desiré de la Cuesta, un personajillo extraño que dirigía la televisión local, se convirtiera en un cliente habitual de Pandemonium. Y nunca le dejaba pagar. Me costaba una pasta, porque el condenado se había encaprichado de una chica y menudeaban sus visitas, de las que casi siempre salía demasiado alegre, pero me lo compensaba muy generosamente con publicidad encubierta o invitando a cenar en mi local a actores, toreros y políticos que al pasar por nuestra ciudad acudían a los estudios de la televisión que él dirigía. Como consecuencia de ello mi restaurante se había convertido en uno de los locales más afamados de la ciudad, lugar de cita obligada para todo el que quisiese ver y dejarse ver. Totilimundi era el lugar de moda y en él se convocaban las autoridades, los empresarios más conocidos, los artistas locales y los meritorios en cualquiera de dichos campos. Tanto era así que un día decidí que Iñigo Desiré de la Cuesta empezaba a estar de más en mis planes.
Demasiado ancho, bajito y cabezón, apenas tenía cuello, de modo que parecía que tenía la cabeza directamente embutida en el tronco. El pobre estaba tan convencido de las bondades de la publicidad que empezaba todas las mañanas con una humeante taza de café de Colombia, un cigarrillo rubio americano y la colonia más anunciada del momento. Tenía la vana esperanza de que la vida fuese como en los anuncios, pero cuando se miraba al espejo caía en la cuenta de lo dura que es la realidad. Su excesiva autosuficiencia, su imponente vanidad y su repelente tiranía con todos aquellos que tenían la desgracia de ser subordinados suyos le hacían inaguantable. Se creía perfecto y exigía que los demás lo fueran. Comía y cenaba con frecuencia en mi local, así que alguna vez yo me había vengado de su soberbia dejando caer una salivilla en su café o chupando los cubiertos antes de entregárselos a él.
Su (fea y agria) secretaria, Rosa Melgar Zalapeta, confesaba sin rubor ante todo el que quisiera escuchar que soñaba habitualmente con trenes que atravesaban túneles en todas las direcciones imaginables. Pasados los cuarenta y cinco años había fracasado de manera estrepitosa en diversos intentos de formar una familia. Buena muestra de su derrota era la liviana sombra que se había instalado definitivamente sobre su labio superior.
Por lo que yo sé, aquel día Rosa había revisado el informe mensual de Estadística sin que pareciera faltar nada, había quitado el clip que unía sus diversas hojas, lo había usado como mondadientes y lo había arrojado despectivamente a la papelera. Posteriormente había pasado el informe a Don Iñigo y ahora nadie encontraba la página trece y ni siquiera parecía existir un disquete con la copia. La pobre y virginal Rosita aguantó cuanto pudo el bronco sermón lleno de amenazas, voces y golpes sobre la mesa y los armarios, pero cuando su jefe salió del despacho no pudo resistir más y retrocedió en busca de un lugar donde aposentar la retaguardia, derribando por el camino un ficus benjamina y terminando por descansar sus posaderas sobre la silla de la esquina, justo encima de la desaparecida página trece. Cuando consiguió dejar de tartamudear y de hipar se levantó y descubrió el mueble bar. Desconsolada como estaba, la pobre no encontró mejor modo de apaciguar su ánimo que probar grandes tragos de un par de botellas, alternando sucesivamente una y otra hasta alcanzar un estado de profunda depresión que acabó con ella trastabillando por las polvorientas escaleras de los estudios y escondiéndose de quien osara cruzarse en su camino.
Me apiadé de ella cuando sólo unos minutos más tarde me lo contaba todo en la barra de mi restaurante, todavía llorando, con el rimel corrido y apestando a alcohol. No, no, perdón, perdón, señor juez, rectifico, qué narices voy a apiadarme de ella. Ella me importaba un carajo, siempre me había parecido el eslabón perdido entre el género humano y los monos menos evolucionados, era brusca, maleducada y desagradable, y su repelente imagen ofendía al sexo femenino. Y hablando de sexo, su sola presencia bastaría para aplacar fulminantemente las rijosidades del pelotón masculino más lujurioso. Pero ella me dio la excusa que no necesitaba para vengarme del mequetrefe engreído que todavía era su jefe (¿o ya no?) y devolverle parte de la medicina que él repartía con generosidad a todos los que no teníamos la fortuna de ser él.
Unas pocas horas después, y sin apenas esfuerzo por mi parte, le había convencido de las bondades de la nueva chica que había llegado a Pandemonium el día anterior, de su profesionalidad y de su saber hacer. Cuando se marchó le despedí con las inevitables palmadas en la espalda y me limité a esperar. Días seguidos estuve riéndome a escondidas del petulante petimetre y sus esfuerzos por aguantar serenamente picores y escozores en sus partes pudendas sin que se le notara.
Sólo hace un par de días, cuando empezaban las fiestas de nuestra ciudad ocurrió uno de los momentos que quedarán marcados para siempre en la historia de la hostelería española. Disfrutábamos, como casi siempre, de una generosa asistencia de clientes dispuestos a dejarse en mi caja un pequeño porcentaje de cuanto pensaban gastarse en celebrar a San Antonio María Claret. La mayor parte de ellos habían terminado de cenar o estaban a punto de hacerlo. Como suele ser habitual, el tono de las voces había ido subiendo a medida que las botellas de vino se habían ido vaciando y la algarabía era, pues, considerable. De pronto apareció aquel famoso individuo que buscaba las llaves de su casa por todas las alcantarillas de la ciudad. Y se detuvo un instante bajo el quicio de la puerta, contemplando el interior con la sonrisa y el gesto de triunfal soberbia con que una estrella de la música contempla a sus fans desde lo alto del escenario.
En una mano llevaba dos periódicos y un libro y con la otra tiraba de un carrito de la compra mugriento y deshilachado. Nadie pareció darse cuenta de su presencia hasta que retrocedió unos pasos para coger carrerilla y se lanzó resbalando hasta una de las pocas mesas libres que había. Entonces cesaron todas las conversaciones y un silencio espectacular se concentró sobre él, que se limitó a sentarse tras arrojar sobre los presentes una displicente mirada y una sonrisa de absoluta superioridad, mostrando a todos los aparatosos huecos de su dentadura.
Abrió los dos periódicos y los dispuso sobre la mesa a modo de mantel, alisándolos convenientemente, pidió la carta y tras ella la cena, que después de muchas dudas e indecisiones decidimos servirle, empuñó cuchillo y tenedor cual gladiador que en el circo romano tuviese que defenderse de sus conmilitones, miró fanfarrón a la expectante concurrencia y empezó a dar parsimoniosa cuenta de unas pochas con almejas a las que mientras se calentaban yo había añadido el jugo de una fregona de la cocina en previsión de lo que pudiera venir después. Al concluir el segundo plato pidió postre, café y un coñac. Durante todo este tiempo nadie había abandonado el comedor, nadie había dejado la mesa, todos seguían pegados a los asientos, con los ojos fijos en el polifemo. Éste finalmente pidió la cuenta, la examinó cuidadosamente, por delante, por detrás e incluso al trasluz, mesándose las barbas con gran nerviosismo y, tras reclamar mi presencia, me hizo saber lo bien que había cenado y lo agradable que era el local, pero que si yo esperaba que pagase tal cantidad iba de cráneo, pues era pobre de solemnidad y, aunque su intención era satisfacer la deuda en el menor plazo posible, tal tarea le resultaba de momento inalcanzable.
De pronto se puso de pie sobre la silla y, levantando su cavernosa voz y dirigiéndose a la concurrencia con ampulosos gestos y voz engolada, anunció a los cuatro vientos que no tenía dinero para pagar, pero que dejaba su sombrero sobre la mesa por si alguien de entre tan distinguida clientela tenía un mínimo de dignidad y se animaba a colaborar. Él, no obstante, reconocía públicamente su deuda "con este afamado local" y manifestaba su deseo de saldarla a la mayor brevedad y con esa aspiración salía de vuelta a las calles del pueblo, a solicitar también la colaboración de los ciudadanos viandantes, dejando en prenda sus pertenencias. Una llamada telefónica al hoy fallecido Gervasio Rodilla no me hubiera solucionado el problema, pues de ninguna forma hubiera cobrado nunca mi deuda. Antes al contrario, dejé que las cosas transcurrieran como el pobre loco quería y al día siguiente se presentó a cumplir su compromiso, porque "seré pobre y loco, pero la palabra de un hombre debe ser sagrada, como han dicho todos los pensadores que en el mundo han sido antes que yo" dijo al despedirse y llevarse sus roñosas posesiones.
Eso fue exactamente antesdeayer, señor Juez, cuando nada hacía prever lo que hoy iba a ocurrir.
Ya sería más de media tarde; mi mujer se había quedado sola recogiendo la cocina y yo había subido a Pandemonium para comprobar que todo seguía en orden. Vi a Ger aparcando junto a la puerta principal del restaurante. Nada sospeché, estamos en fiestas y pensé que iría a comprobar que todo estaba en su sitio. Cuando acabe vendrá aquí, a dar una vuelta y a charlar un poco, pensé. Así que me dispuse a pasar el rato con Rosaura Celinda, una dominicana que está de coge pan y moja, y a intentar acabar mi cubalibre (Bueno, el mío y el de Celinda y media docena más si hiciera falta). Pero por ser los días que son la Celi no andaba sobrada de tiempo, llegaron varios clientes y tras pedirme respetuoso permiso me dejó y se fue a sacarles los cuartos. Aburrido, decidí bajar a ver por qué Ger no acababa de llegar. Lo primero que me llamó la atención, antes incluso de entrar al restaurante, fue que mi mujer hubiera puesto la música tan alta. Y además una balada romántica, con lo poco que le gustaban a ella, que siempre se había sentido más cerca de la tierna delicadeza del “bacalao”. Crucé la sala con descuido, lentamente, mirando por las ventanas, ordenando bien alguna silla fuera de sitio, poniendo en su lugar algún cenicero descolocado.
Cuando llegué a la cocina miré por el ojo de buey de la puerta y lo primero que vi fue el trasero flácido y peludo del comisario de policía. Lo segundo que vi fueron los pechos caídos de mi esposa, que con las manos levantadas y los brazos bien abiertos sostenía dos botellas de pacharán. Ya hay que ser ordinarios para hacer el amor bebiendo pacharán. “Regístrame, Rodi, regístrame bien, que voy armada”, decía. Y se reían los dos. Rodi había empezado a decir algo así como “Qué buena estás, Maripuri” cuando decidí ocultarme y esperar serenamente a que terminaran de beber. Yo soy un ciudadano europeo del siglo XXI, demasiado culto y refinado como para reaccionar como un salvaje saltando sobre ellos y matándolos. Esperé desenvolviendo y encendiendo calmadamente uno de aquellos habanos que siempre me habían gustado, saboreando detenidamente su aroma.
Cuando creí que había llegado el momento apropiado asomé la cabeza y los vi entregados sobre la mesa de la cocina. Entré sin ruido, me situé a su lado, exhalé sobre ellos una gran bocanada de humo y dije "Rodi, acuérdate de Tejerooooo". La reacción fue inmediata y después de su habitual "mecagonlalechetúsiempreigual" cayó en la cuenta de la situación en que se encontraba. “Joé, Rodi, pues no te entiendo, ¡con lo jóvenes que son las de ahí arriba!” dije, más que nada para incordiar. Estaban tan estupefactos que ni sabían qué decir ni acertaban a cerrar la boca, balbuceando incongruencias imposibles de entender.
Me apoyé con despreocupación en el frigorífico sin dejar de fumar mi puro. Lo que más gracia me hacía era el continuo vaivén de sus manos, que no acertaban a detenerse en lugar alguno. Bueno, en realidad Rodi lo tenía más fácil, pues se limitó a juntar mucho las piernas y situar sus manos sobre la ingle. Sin embargo, en su afán de dar una explicación que no encontraba, con frecuencia las separaba, haciendo aspavientos que dejaban ver la flacidez de su entrepierna. Pensando cómo aliviarle, tome bruscamente la pelirroja peluca de mi mujer, obrando con rapidez para impedir que se defendiera, y se la puse a él en el lugar adecuado que tapase su desastrada virilidad.
El agudo chillido de mi cónyuge contrastó con el horrorizado “Pero si eres calva, Maripuri” que lanzó el veterano policía. Si, a pesar de estos trágicos momentos, tengo que pensar en un instante especialmente divertido me quedo con la cara que puso la pobre, ya que no encontraba manos suficientes para taparse, pues las dos únicas con que la Naturaleza le dotó intentaban tapar hasta donde fuera posible la calvicie absoluta que coronaba su figura, dejando a la contemplación de los espectadores el resto de su (adiposa) anatomía. Fruto de los nervios, imagino, le sobrevino una incontinencia urinaria, cuyos detalles omito por delicadeza y porque nada aporta a la comprensión de esta historia. Sin poderlo evitar Rodi y yo prorrumpimos en una incontenible carcajada. Eso sí, él no apartaba de su entrepierna la peluca pelirroja con la que ocultaba por dónde había empezado todo aquel galimatías. La pobre echó a correr sin bajar las manos, buscando refugio donde ocultar su alopécica cabeza, dejando detrás de sí un reguero de humedad delatora.
Como es obvio esto no hizo sino aumentar la sonoridad de nuestras estentóreas risotadas que parecían rebotar con incansable insistencia entre las cuatro esquinas de aquella inmensa cocina. Cuando la infeliz se dio cuenta de que no tenía escapatoria se detuvo y, con especial saña y delectación, nos arrojó a la cabeza las dos botellas de pacharán, seguramente en un ataque de histérica impotencia. La primera fue contra mí, alcanzándome y causándome la brecha cuyo informe médico sin duda, señor Juez, ha podido usted examinar. Dirigió, furiosa, la segunda contra Rodi, sin duda ofendida por una actitud que nunca hubiera esperado. Éste, en medio de una incontenible carcajada, esquivó el golpe de un sencillo manotazo, aumentando aún más su hilaridad. De hecho, cuando empezó a doblar las rodillas y a apoyarse en la mesa yo estaba convencido de que se debía a que el ataque de risa había terminado por minar su fortaleza física. Además, bastante tenía yo con tratar de evitar las posibles nuevas acometidas de mi esposa, que andaba como loca buscando a su alrededor objetos contundentes con los que continuar su ataque. ¡Como para fijarme en que el pobre Rodilla yacía muerto cuan largo era!
En realidad fue ella la primera en darse cuenta. Como en su obcecación no encontraba con qué rematarle le propinó lo que quiso ser coz de mula y se quedó en poco más que caricia de gato, pero aún así le extrañó que el policía no hiciera el más mínimo ademán para defenderse. Tras agacharse a comprobar la situación, su nerviosa agresividad se tornó bruscamente en serena desolación, pues comprendió enseguida lo que había ocurrido. Y en aquel punto nos vestimos, nos adecentamos prudentemente y sin atrevernos a mirar atrás nos subimos a Pandemonium a llamarle a usted, procurando que las prójimas y el resto de sus circunstanciales visitantes no se enterasen de nada y siguieran con sus (habituales) ocupaciones.
Nada más tengo que añadir, pues nada ocurrió desde ese momento hasta que usted tuvo a bien terminar con Encarnita y venir hasta aquí. Sólo me queda rogarle brevedad en los trámites en que se me necesite, pues como usted habrá podido comprobar, en Pandemonium se me acumula el trabajo y Esmeraldino es un inútil que estará negociando un revolcón con Rosaura Celinda en vez de consolar a su hermana o dirigir el club, que ambas cosas son de su incumbencia cuando yo estoy ausente. ¿Dónde tengo que firmar?
Reconozco que mi mujer jamás podrá decir que la he hecho inmensamente feliz, ni siquiera feliz, creo. Claro que yo tampoco lo he sido, pero eso siempre parece haber importado menos. No obstante, aunque en mi matrimonio nunca hayamos alcanzado el colmo de la felicidad, nuestra coexistencia ha sido moderada y aceptablemente satisfactoria. Mucho me temo que en realidad eso de la felicidad no sea más que un cuento chino que se han inventado los guionistas de Hollywood para timar a sus párvulos seguidores. Nunca me he encontrado en la vida real con alguien que dijera que su corazón iba a estallar de felicidad. Estoy convencido de que tanto la felicidad como la perfidia en estado puro no existen más allá de aquellas telenovelas románticas que hicieron su agosto en los años ochenta y noventa. La realidad es siempre mucho más gris, más confusa, la vida raramente es chicha o limoná. ¡Fabuladores!
No, mi vida no ha sido feliz y, aunque sí ha tenido buenos ratos, soy muy consciente de que han sido muchas más las épocas difíciles (cada vez que uno de mis negocios salía mal, por ejemplo) que los momentos no ya de felicidad, sino simplemente de emoción o de cierto interés. Debo recordar que no siempre la culpa de tantos instantes amargos por los que he pasado ha sido mía, y sólo en algunas ocasiones mi mujer se ha podido dar el gustazo de llamarme públicamente tonto y tenerme temporalmente cerrado el tálamo nupcial, ocasiones que jamás me preocuparon lo más mínimo, pues a poco del advenimiento de la Democracia el mismo Esmeraldino había abierto en las afueras de la ciudad un puticlub al que intentó llamar Pandemonium, pero al que los asiduos conocíamos como "Pandecoñum".
Las cosas empezaron a estropearse a partir de una idea que era esencialmente buena. Sin gran sacrificio y tras haber timado a mi cuñado, que siempre fue una cándida y generosa fuente de dinero, mi mujer y yo habíamos establecido la más nueva pizzería de la ciudad. A pesar de haber gastado un pastón tanto en la instalación como en publicidad en busca de la clientela, nuestro negocio tenía una vida bastante agónica y nunca fue el éxito que nosotros esperábamos. No solamente no se iban a cumplir nuestras expectativas de abrir un segundo local en los siguientes años, sino que difícilmente íbamos a poder mantener aquél.
Poco a poco, nuestro público iba siendo cada vez más escaso y a pesar de las sucesivas bajadas de precios pronto hubiéramos tenido que reconvertirnos en una vulgar tasca, de las que sólo despachan vino peleón a cuatro indolentes incapaces de buscar trabajo. En mis peores sueños ya les veía sucios y sin afeitar, sempiternamente acodados ante un vaso vacío, mientras los alrededores de la barra aparecían sembrados de cáscaras de cacahuetes, servilletas de papel y palillos que los parroquianos habrían arrojado al suelo después de utilizarlos para hurgarse en los oídos.
Mis largos momentos de asueto solía yo pasarlos a la puerta de mi vacío negocio, contemplando cómo caían las hojas o simplemente cómo pasaba el tiempo. Con ello no hacía sino aumentar mi malestar al ver cómo los demás comercios disfrutaban de una parroquia abundante que sin embargo se negaba a traspasar mi puerta. El contraste, que era llamativo y doloroso, me permitía afortunadamente gozar de determinados momentos que con el tiempo alcanzarían la categoría de inolvidables.
En una célebre mañana, muy poco después de abrir, vi venir por el final de la calle a un personaje ya entrado en años, de cerca de dos metros de altura, larga barba y cabeza absolutamente rasurada, cuyo ojo derecho estaba tapado por un parche que le proporcionaba un aspecto impresionante. Vestía una camiseta de tirantes, de intenso color morado, y un pantalón de chándal rojo fuego con vivos de color verde y blanco.
Recuerdo que mi primera impresión fue que pese a lo temprano de la hora el individuo había bebido demasiado, pues aparentaba llevarse bastante mal con la línea recta. Caminaba con desidia y a pesar de sus evidentes muestras de cansancio cada cierto número de metros se echaba al suelo, juntaba las manos delante del rostro y parecía orar a la manera de los fieles del Islam. Pronto me fijé que cada vez que se agachaba lo hacía exactamente sobre una de las alcantarillas que jalonaban la calle, esforzándose en escudriñar en su interior. Cuando exactamente delante de mi pizzería repetía la escena por enésima vez, se le acercó un policía que tras identificarse convenientemente le preguntó qué hacía, contestándole el beodo que buscaba las llaves de su casa, que las había perdido la noche anterior en una alcantarilla de la ciudad, pero no se acordaba en cuál, y que o las encontraba o sus padres le montaban un buen follón al llegar a casa.
Pero a pesar de momentos como el descrito la subsistencia de mi negocio era más bien precaria, pues por algún motivo el público seguía descendiendo.
Y ahí entraba mi idea, propia de una cabeza tan brillantemente dotada para el comercio como la mía, y que, debo reconocer con profunda satisfacción y henchido de orgullo, funcionó durante un tiempo, aumentando nuestro público que cada vez iba saliendo más y más satisfecho de mi negocio. Aprovechando la proverbial liberalidad de nuestras autoridades con los pequeños traficantes de droga le dije a Walter, ese cocinero entre cromañón y pitecántropo que teníamos y que decía ser italiano (mentira, seguro), que se hiciese con una cierta cantidad de cocaína, aunque para ello tuve que vender a bajo precio el lujoso reloj de pared que mi cuñado decía haber ganado en una honrada apuesta. Para que la mudanza no dejara detrás de sí la lógica huella sobre el papel pintado puse el aparador del salón en el lugar del reloj, adornándolo elegantemente con unas flores de plástico que parecían casi naturales de bien imitadas que estaban. Al final aquello no desdecía demasiado. Mi cuñado tenía de crédulo todo lo que le faltaba de buen observador, por lo que si algún tenebroso día se daba cuenta de la permuta siempre se le podía contar cualquier cándida mentira sin mayor miramiento.
El viento pareció cambiar para la pizzería en cuanto Walter, siguiendo mis instrucciones, fue añadiendo cautelosamente muy discretas cantidades de aquel polvo blanco a cada uno de los productos que salían de nuestra cocina. El éxito fue enorme y en sólo cuatro semanas llegamos a ingresar más del doble de dinero que en todo el trimestre anterior, cosa por otra parte nada difícil, dadas las menguadas entradas que hasta entonces habían sido habituales en nuestro negocio.
Lo que ya no podía yo prever, por mucho que mi mujer insistiera en lo contrario, era la visita de aquellos dos individuos, tan trajeados y tan formalmente vestidos que al principio creímos que eran dos representantes ambulantes de alguna industria de la capital, quienes en el ridículo lenguaje actual tan políticamente correcto se hacen llamar "comerciales".
Caí en la cuenta de que no eran vendedores cuando se pusieron de pie delante de mí y desde medio metro por encima de mi cabeza preguntaron que quién era el responsable del local. Por unos breves instantes quiso mi ingenuidad pensar que eran inspectores de Sanidad, quizá porque la semana anterior habíamos tenido un pequeño escándalo con una señora que protestó del estado ("encharcado" sería un suave eufemismo) en que se encontraban los servicios de la pizzería, habiéndole contestado mi mujer con la mayor educación que le fue posible que se aguantara, que la culpa era suya y de otros clientes guarros como ella, y que allí se iba a comer y no a mear. Cuando la señora reaccionó, tras varios minutos de patalear y chapotear en el mingitorio, llamó toda indignada a su Mariano, que resultó ser un alfeñique al que Walter asustó con su sola presencia. Y con el mazo de ablandar la carne.
No salí de mis sucesivos errores hasta que por fin se identificaron con sus respectivas placas. Resultaron ser dos policías secretas interesados en la materia prima que utilizábamos en nuestras pizzas, lasañas y helados, ya que al parecer nuestra fama había corrido demasiado, demasiado lejos y demasiado deprisa. Dada la fiereza de la competencia con las multinacionales del ramo instaladas en la ciudad no había lugar a dudas de que todo se debía a la envidia malsana que mi éxito estaba despertando, porque en todas partes hay gente que no sabe competir lealmente. Descargué parte de mi irritación con un par de patadas al horno y, tras acordarme de la madre que parió a la globalización y soltar todo el repertorio de tacos que conocía, decidí atenderlos personalmente.
Me empeñé en derrochar todo el encanto y toda la facundia de la que Dios me proveyó para convencerles de que si Walter era el cocinero él era el responsable y no se podían llevar a otro que a Walter. Querían que yo les acompañase, como titular del negocio, pero al final fueron comprensivos y se llevaron a mi mujer, aunque previamente hube de amenazarla en un breve aparte con hacer público que era absolutamente calva, pues la media melena pelirroja que lucía era simple prótesis decorativa que discretamente había comprado en otro lugar. Si alguna vez tuvo un terror nocturno fue que se supiese de tu total calvicie.
La cosa acabó en un disgusto menor gracias a que he coincidido demasiadas veces con el inspector jefe en el puticlub de la carretera, habiéndonos invitado muchas veces el uno al otro (También a las bebidas). Gervasio Rodilla, "Ger" o "Rodi" en los momentos de intimidad del club o después de cuatro o cinco copas, siempre había sido un tipo muy extrovertido, de los que no se escondían para ayudar a los amigos. Sobre todo porque me debía el favor de mi silencio. Siempre me lo había dicho: "Tú, tranqui, que algún día podré pagarte el favor".
En realidad, los secretos que yo debía guardarle eran dos. El día del famoso 23-F, aquél del asalto al Congreso, Ger había entrado en el puticlub y se lo había encontrado absolutamente desierto. Bueno, desierto de clientes, quiero decir, que las chicas, grandes profesionales fieles al cumplimento del deber en toda circunstancia, estaban en su puesto de trabajo y con su uniforme de faena, consistente a la sazón en un tanga de color azul metálico y un liviano fular con lentejuelas y estrellitas de plata, que tras tapar (es un decir) sus pechos se recogía de una manera graciosa detrás de la espalda. Con varias copas ya encima y creyéndose solo, el entonces joven e inexperto Gervasio Rodilla no pudo reprimir su natural y dio varios vivas a Tejero justo en el momento en que yo bajaba de la habitación de Jennifer. Con Jennifer.
Con la discreción de la que hago gala cuando me veo en peligro yo me hubiera escondido detrás de la cortina, pero Jennifer, que en realidad se llamaba Toñi y era de Venta de Baños, tropezó en el primer peldaño, cayó sobre mí, y yo, desde una altura considerable, sobre el entonces recién ingresado policía. Inmovilizado de esta forma bajo la Toñi y bajo mí, el pobre sólo acertó a decir "Bueno, me rindo pero yo no tengo nada que ver, conste". Con el barullo que se organizó y dado que la luz en estos lugares es más bien escasa, tardamos bastante en aclarar las circunstancias y en calmarle, pues al darse cuenta de su metedura de pata quiso pasar por las armas a la pobre Toñi, además de llamarle insistentemente "Toñi, Toñi, Toñi", cuando a la pobre todos le decíamos Jennifer. Ganas de fastidiar.
A partir de aquel célebre día Gervasio Rodilla y yo hemos intimado profundamente, compartiendo jornadas de fútbol televisado, copas, francachelas e incluso a alguna chica del club. Estando ya a punto de cumplir los cincuenta años Ger seguía sin haberse casado, así que el segundo secreto que yo le guardaba no era el de su habitual presencia por la barra americana, pues era cosa que conocía toda la ciudad, sino el de sus gatillazos. Porque aún ahora, cuando tantos años han pasado desde el 23-F, si alguna vez coincido con él en el lupanar subo hasta la habitación en que se encuentre y susurro junto a la cerradura: "Rooodiii, acuérdate de Tejeroooo", siendo suficiente tal alusión para que del susto al pobre se le derrumben todas sus fuerzas, concluyendo sus intentos amatorios en un considerable gatillazo.
El (presunto) negocio de la pizzería empezó a finiquitar el día en que mi cuñado se empeñó en contratar a aquel negro, "subsahariano" debería haber dicho en otro ejemplo del estúpido lenguaje políticamente correcto, que por no haber visto jamás un horno de gas hizo que todo estallase por los aires cuando intentaba encender aquel puro que yo le regalé. ¡Cómo podía saber yo que además de subsahariano era un inepto! ¡Por si no tuviera ya bastante con lo uno además tenía que ser lo otro!
De aquellas ruinas salió mi actual situación de privilegio. Porque el dinero que cobré de la compañía de seguros me vino muy bien para transformar la fracasada pizzería en nuevo restaurante de lujo, al que por un recuerdo infantil decidí llamar Totilimundi, trasladándolo además a las afueras de la ciudad, al lado del Pandemonium. Me venía bien esta vecindad pues con el tiempo Esmeraldino me había hecho gerente del club, lo que me permitía de vez en cuando cobrarme los beneficios en especie, sobre todo cuando fuera de la temporada turística o de las fiestas locales ambos negocios flaqueaban, dejándonos a las chicas y a mí sin saber cómo rellenar tanto tiempo de ocio. Visto lo azarosa que había resultado mi vida como restaurador a la italiana tuve lo que entonces creí una idea soberbia, pero que terminó por revelarse como la causa de este desdichado final: protegerme de determinados desastres imprevistos admitiendo a Rodi como socio del restaurante.
Mantenerme en el negocio de la restauración fue tanto por permanecer dentro de la misma rama de asuntos, que después de tantas experiencias frustrantes ya empezaba a controlar, como por prestar oídos al golfo de mi cuñao, que era tan ignorante, mucho, como atrevido, más, o como millonario, mucho más. El muy ladino me embaucó diciendo que había hecho su fortuna dirigiendo varios restaurantes en Barcelona, lo que era sólo parcialmente verdad, pues aunque los restaurantes estaban a su nombre en realidad no eran sino excusas para lavar dinero negro que alguien, con más dólares que acierto, había puesto bajo su (torpe) salvaguarda. A tomar la decisión final me ayudó también que el Ayuntamiento recalificara inesperadamente el magnífico solar que había junto a la carretera y que tanto me había interesado. Por lo que yo sé a esta sorprendente medida municipal contribuyó mucho una serie de reuniones a altas horas de la noche que mantuvo mi cuñado con algunos concejales y algunas de las chicas de Pandecoñum. A lo mejor ahí tiene usted tajada, señor juez.
Luego resultó que el muy imbécil de Esmeraldino ni sabía lo que era una cocina ni los sucesivos cocineros que contrataba, siempre procedentes de la inmigración más canalla e ilegal, tenían pajolera idea de lo que era un cocido madrileño o una paella de mariscos. Yo le había advertido ya previamente de que estaba jugando con fuego, de que aquellos a los que él explotaba haciéndolos trabajar sin ninguna preparación en sus diversos negocios, casi todos ilegales, durante doce horas al día, siete días a la semana, podían volverse contra él en cualquier momento. Acuérdate de la pizzería, le dije.
No me hizo ningún caso, como ocurría habitualmente, y contrató a un tal Abou Joseph que, empeñado a toda costa en agradarnos para que le consiguiéramos el certificado de residencia, insistía en prepararnos los exóticos platos de su lugar de origen. Como si los estropajosos paladares de los provincianos que se detenían en nuestro restaurante supieran apreciar el arte culinario más allá de los callos a la madrileña o del arroz a la cubana. Tuvo el infeliz la ocurrencia de prepararnos un plato que debía ser cocinado en un fuego de excrementos secos de gacela. Quizá con un poco de suerte nadie se habría enterado si el desdichado no se hubiera dejado ver previamente por el club hípico recogiendo boñigas de caballo con las que sustituir las de las lejanas e inaccesibles gacelas. Una vez aclarado el consiguiente escándalo ciudadano me conformé con despedirle tras hacerle recorrer la calle Mayor arriba y abajo arrastrando un contenedor repleto del mismo estiércol que había recogido en el club hípico. Cuando por fin se marchó de la ciudad llevaba en su andrajosa mochila un par de paladas de semejante mercancía. De recuerdo.
Pero poco tiempo después todo el mundo olvidó tan desagradable incidente y el negocio empezó a marchar viento en popa, siempre gracias a que mi ingenio no dejaba de funcionar. Había conseguido que Iñigo Desiré de la Cuesta, un personajillo extraño que dirigía la televisión local, se convirtiera en un cliente habitual de Pandemonium. Y nunca le dejaba pagar. Me costaba una pasta, porque el condenado se había encaprichado de una chica y menudeaban sus visitas, de las que casi siempre salía demasiado alegre, pero me lo compensaba muy generosamente con publicidad encubierta o invitando a cenar en mi local a actores, toreros y políticos que al pasar por nuestra ciudad acudían a los estudios de la televisión que él dirigía. Como consecuencia de ello mi restaurante se había convertido en uno de los locales más afamados de la ciudad, lugar de cita obligada para todo el que quisiese ver y dejarse ver. Totilimundi era el lugar de moda y en él se convocaban las autoridades, los empresarios más conocidos, los artistas locales y los meritorios en cualquiera de dichos campos. Tanto era así que un día decidí que Iñigo Desiré de la Cuesta empezaba a estar de más en mis planes.
Demasiado ancho, bajito y cabezón, apenas tenía cuello, de modo que parecía que tenía la cabeza directamente embutida en el tronco. El pobre estaba tan convencido de las bondades de la publicidad que empezaba todas las mañanas con una humeante taza de café de Colombia, un cigarrillo rubio americano y la colonia más anunciada del momento. Tenía la vana esperanza de que la vida fuese como en los anuncios, pero cuando se miraba al espejo caía en la cuenta de lo dura que es la realidad. Su excesiva autosuficiencia, su imponente vanidad y su repelente tiranía con todos aquellos que tenían la desgracia de ser subordinados suyos le hacían inaguantable. Se creía perfecto y exigía que los demás lo fueran. Comía y cenaba con frecuencia en mi local, así que alguna vez yo me había vengado de su soberbia dejando caer una salivilla en su café o chupando los cubiertos antes de entregárselos a él.
Su (fea y agria) secretaria, Rosa Melgar Zalapeta, confesaba sin rubor ante todo el que quisiera escuchar que soñaba habitualmente con trenes que atravesaban túneles en todas las direcciones imaginables. Pasados los cuarenta y cinco años había fracasado de manera estrepitosa en diversos intentos de formar una familia. Buena muestra de su derrota era la liviana sombra que se había instalado definitivamente sobre su labio superior.
Por lo que yo sé, aquel día Rosa había revisado el informe mensual de Estadística sin que pareciera faltar nada, había quitado el clip que unía sus diversas hojas, lo había usado como mondadientes y lo había arrojado despectivamente a la papelera. Posteriormente había pasado el informe a Don Iñigo y ahora nadie encontraba la página trece y ni siquiera parecía existir un disquete con la copia. La pobre y virginal Rosita aguantó cuanto pudo el bronco sermón lleno de amenazas, voces y golpes sobre la mesa y los armarios, pero cuando su jefe salió del despacho no pudo resistir más y retrocedió en busca de un lugar donde aposentar la retaguardia, derribando por el camino un ficus benjamina y terminando por descansar sus posaderas sobre la silla de la esquina, justo encima de la desaparecida página trece. Cuando consiguió dejar de tartamudear y de hipar se levantó y descubrió el mueble bar. Desconsolada como estaba, la pobre no encontró mejor modo de apaciguar su ánimo que probar grandes tragos de un par de botellas, alternando sucesivamente una y otra hasta alcanzar un estado de profunda depresión que acabó con ella trastabillando por las polvorientas escaleras de los estudios y escondiéndose de quien osara cruzarse en su camino.
Me apiadé de ella cuando sólo unos minutos más tarde me lo contaba todo en la barra de mi restaurante, todavía llorando, con el rimel corrido y apestando a alcohol. No, no, perdón, perdón, señor juez, rectifico, qué narices voy a apiadarme de ella. Ella me importaba un carajo, siempre me había parecido el eslabón perdido entre el género humano y los monos menos evolucionados, era brusca, maleducada y desagradable, y su repelente imagen ofendía al sexo femenino. Y hablando de sexo, su sola presencia bastaría para aplacar fulminantemente las rijosidades del pelotón masculino más lujurioso. Pero ella me dio la excusa que no necesitaba para vengarme del mequetrefe engreído que todavía era su jefe (¿o ya no?) y devolverle parte de la medicina que él repartía con generosidad a todos los que no teníamos la fortuna de ser él.
Unas pocas horas después, y sin apenas esfuerzo por mi parte, le había convencido de las bondades de la nueva chica que había llegado a Pandemonium el día anterior, de su profesionalidad y de su saber hacer. Cuando se marchó le despedí con las inevitables palmadas en la espalda y me limité a esperar. Días seguidos estuve riéndome a escondidas del petulante petimetre y sus esfuerzos por aguantar serenamente picores y escozores en sus partes pudendas sin que se le notara.
Sólo hace un par de días, cuando empezaban las fiestas de nuestra ciudad ocurrió uno de los momentos que quedarán marcados para siempre en la historia de la hostelería española. Disfrutábamos, como casi siempre, de una generosa asistencia de clientes dispuestos a dejarse en mi caja un pequeño porcentaje de cuanto pensaban gastarse en celebrar a San Antonio María Claret. La mayor parte de ellos habían terminado de cenar o estaban a punto de hacerlo. Como suele ser habitual, el tono de las voces había ido subiendo a medida que las botellas de vino se habían ido vaciando y la algarabía era, pues, considerable. De pronto apareció aquel famoso individuo que buscaba las llaves de su casa por todas las alcantarillas de la ciudad. Y se detuvo un instante bajo el quicio de la puerta, contemplando el interior con la sonrisa y el gesto de triunfal soberbia con que una estrella de la música contempla a sus fans desde lo alto del escenario.
En una mano llevaba dos periódicos y un libro y con la otra tiraba de un carrito de la compra mugriento y deshilachado. Nadie pareció darse cuenta de su presencia hasta que retrocedió unos pasos para coger carrerilla y se lanzó resbalando hasta una de las pocas mesas libres que había. Entonces cesaron todas las conversaciones y un silencio espectacular se concentró sobre él, que se limitó a sentarse tras arrojar sobre los presentes una displicente mirada y una sonrisa de absoluta superioridad, mostrando a todos los aparatosos huecos de su dentadura.
Abrió los dos periódicos y los dispuso sobre la mesa a modo de mantel, alisándolos convenientemente, pidió la carta y tras ella la cena, que después de muchas dudas e indecisiones decidimos servirle, empuñó cuchillo y tenedor cual gladiador que en el circo romano tuviese que defenderse de sus conmilitones, miró fanfarrón a la expectante concurrencia y empezó a dar parsimoniosa cuenta de unas pochas con almejas a las que mientras se calentaban yo había añadido el jugo de una fregona de la cocina en previsión de lo que pudiera venir después. Al concluir el segundo plato pidió postre, café y un coñac. Durante todo este tiempo nadie había abandonado el comedor, nadie había dejado la mesa, todos seguían pegados a los asientos, con los ojos fijos en el polifemo. Éste finalmente pidió la cuenta, la examinó cuidadosamente, por delante, por detrás e incluso al trasluz, mesándose las barbas con gran nerviosismo y, tras reclamar mi presencia, me hizo saber lo bien que había cenado y lo agradable que era el local, pero que si yo esperaba que pagase tal cantidad iba de cráneo, pues era pobre de solemnidad y, aunque su intención era satisfacer la deuda en el menor plazo posible, tal tarea le resultaba de momento inalcanzable.
De pronto se puso de pie sobre la silla y, levantando su cavernosa voz y dirigiéndose a la concurrencia con ampulosos gestos y voz engolada, anunció a los cuatro vientos que no tenía dinero para pagar, pero que dejaba su sombrero sobre la mesa por si alguien de entre tan distinguida clientela tenía un mínimo de dignidad y se animaba a colaborar. Él, no obstante, reconocía públicamente su deuda "con este afamado local" y manifestaba su deseo de saldarla a la mayor brevedad y con esa aspiración salía de vuelta a las calles del pueblo, a solicitar también la colaboración de los ciudadanos viandantes, dejando en prenda sus pertenencias. Una llamada telefónica al hoy fallecido Gervasio Rodilla no me hubiera solucionado el problema, pues de ninguna forma hubiera cobrado nunca mi deuda. Antes al contrario, dejé que las cosas transcurrieran como el pobre loco quería y al día siguiente se presentó a cumplir su compromiso, porque "seré pobre y loco, pero la palabra de un hombre debe ser sagrada, como han dicho todos los pensadores que en el mundo han sido antes que yo" dijo al despedirse y llevarse sus roñosas posesiones.
Eso fue exactamente antesdeayer, señor Juez, cuando nada hacía prever lo que hoy iba a ocurrir.
Ya sería más de media tarde; mi mujer se había quedado sola recogiendo la cocina y yo había subido a Pandemonium para comprobar que todo seguía en orden. Vi a Ger aparcando junto a la puerta principal del restaurante. Nada sospeché, estamos en fiestas y pensé que iría a comprobar que todo estaba en su sitio. Cuando acabe vendrá aquí, a dar una vuelta y a charlar un poco, pensé. Así que me dispuse a pasar el rato con Rosaura Celinda, una dominicana que está de coge pan y moja, y a intentar acabar mi cubalibre (Bueno, el mío y el de Celinda y media docena más si hiciera falta). Pero por ser los días que son la Celi no andaba sobrada de tiempo, llegaron varios clientes y tras pedirme respetuoso permiso me dejó y se fue a sacarles los cuartos. Aburrido, decidí bajar a ver por qué Ger no acababa de llegar. Lo primero que me llamó la atención, antes incluso de entrar al restaurante, fue que mi mujer hubiera puesto la música tan alta. Y además una balada romántica, con lo poco que le gustaban a ella, que siempre se había sentido más cerca de la tierna delicadeza del “bacalao”. Crucé la sala con descuido, lentamente, mirando por las ventanas, ordenando bien alguna silla fuera de sitio, poniendo en su lugar algún cenicero descolocado.
Cuando llegué a la cocina miré por el ojo de buey de la puerta y lo primero que vi fue el trasero flácido y peludo del comisario de policía. Lo segundo que vi fueron los pechos caídos de mi esposa, que con las manos levantadas y los brazos bien abiertos sostenía dos botellas de pacharán. Ya hay que ser ordinarios para hacer el amor bebiendo pacharán. “Regístrame, Rodi, regístrame bien, que voy armada”, decía. Y se reían los dos. Rodi había empezado a decir algo así como “Qué buena estás, Maripuri” cuando decidí ocultarme y esperar serenamente a que terminaran de beber. Yo soy un ciudadano europeo del siglo XXI, demasiado culto y refinado como para reaccionar como un salvaje saltando sobre ellos y matándolos. Esperé desenvolviendo y encendiendo calmadamente uno de aquellos habanos que siempre me habían gustado, saboreando detenidamente su aroma.
Cuando creí que había llegado el momento apropiado asomé la cabeza y los vi entregados sobre la mesa de la cocina. Entré sin ruido, me situé a su lado, exhalé sobre ellos una gran bocanada de humo y dije "Rodi, acuérdate de Tejerooooo". La reacción fue inmediata y después de su habitual "mecagonlalechetúsiempreigual" cayó en la cuenta de la situación en que se encontraba. “Joé, Rodi, pues no te entiendo, ¡con lo jóvenes que son las de ahí arriba!” dije, más que nada para incordiar. Estaban tan estupefactos que ni sabían qué decir ni acertaban a cerrar la boca, balbuceando incongruencias imposibles de entender.
Me apoyé con despreocupación en el frigorífico sin dejar de fumar mi puro. Lo que más gracia me hacía era el continuo vaivén de sus manos, que no acertaban a detenerse en lugar alguno. Bueno, en realidad Rodi lo tenía más fácil, pues se limitó a juntar mucho las piernas y situar sus manos sobre la ingle. Sin embargo, en su afán de dar una explicación que no encontraba, con frecuencia las separaba, haciendo aspavientos que dejaban ver la flacidez de su entrepierna. Pensando cómo aliviarle, tome bruscamente la pelirroja peluca de mi mujer, obrando con rapidez para impedir que se defendiera, y se la puse a él en el lugar adecuado que tapase su desastrada virilidad.
El agudo chillido de mi cónyuge contrastó con el horrorizado “Pero si eres calva, Maripuri” que lanzó el veterano policía. Si, a pesar de estos trágicos momentos, tengo que pensar en un instante especialmente divertido me quedo con la cara que puso la pobre, ya que no encontraba manos suficientes para taparse, pues las dos únicas con que la Naturaleza le dotó intentaban tapar hasta donde fuera posible la calvicie absoluta que coronaba su figura, dejando a la contemplación de los espectadores el resto de su (adiposa) anatomía. Fruto de los nervios, imagino, le sobrevino una incontinencia urinaria, cuyos detalles omito por delicadeza y porque nada aporta a la comprensión de esta historia. Sin poderlo evitar Rodi y yo prorrumpimos en una incontenible carcajada. Eso sí, él no apartaba de su entrepierna la peluca pelirroja con la que ocultaba por dónde había empezado todo aquel galimatías. La pobre echó a correr sin bajar las manos, buscando refugio donde ocultar su alopécica cabeza, dejando detrás de sí un reguero de humedad delatora.
Como es obvio esto no hizo sino aumentar la sonoridad de nuestras estentóreas risotadas que parecían rebotar con incansable insistencia entre las cuatro esquinas de aquella inmensa cocina. Cuando la infeliz se dio cuenta de que no tenía escapatoria se detuvo y, con especial saña y delectación, nos arrojó a la cabeza las dos botellas de pacharán, seguramente en un ataque de histérica impotencia. La primera fue contra mí, alcanzándome y causándome la brecha cuyo informe médico sin duda, señor Juez, ha podido usted examinar. Dirigió, furiosa, la segunda contra Rodi, sin duda ofendida por una actitud que nunca hubiera esperado. Éste, en medio de una incontenible carcajada, esquivó el golpe de un sencillo manotazo, aumentando aún más su hilaridad. De hecho, cuando empezó a doblar las rodillas y a apoyarse en la mesa yo estaba convencido de que se debía a que el ataque de risa había terminado por minar su fortaleza física. Además, bastante tenía yo con tratar de evitar las posibles nuevas acometidas de mi esposa, que andaba como loca buscando a su alrededor objetos contundentes con los que continuar su ataque. ¡Como para fijarme en que el pobre Rodilla yacía muerto cuan largo era!
En realidad fue ella la primera en darse cuenta. Como en su obcecación no encontraba con qué rematarle le propinó lo que quiso ser coz de mula y se quedó en poco más que caricia de gato, pero aún así le extrañó que el policía no hiciera el más mínimo ademán para defenderse. Tras agacharse a comprobar la situación, su nerviosa agresividad se tornó bruscamente en serena desolación, pues comprendió enseguida lo que había ocurrido. Y en aquel punto nos vestimos, nos adecentamos prudentemente y sin atrevernos a mirar atrás nos subimos a Pandemonium a llamarle a usted, procurando que las prójimas y el resto de sus circunstanciales visitantes no se enterasen de nada y siguieran con sus (habituales) ocupaciones.
Nada más tengo que añadir, pues nada ocurrió desde ese momento hasta que usted tuvo a bien terminar con Encarnita y venir hasta aquí. Sólo me queda rogarle brevedad en los trámites en que se me necesite, pues como usted habrá podido comprobar, en Pandemonium se me acumula el trabajo y Esmeraldino es un inútil que estará negociando un revolcón con Rosaura Celinda en vez de consolar a su hermana o dirigir el club, que ambas cosas son de su incumbencia cuando yo estoy ausente. ¿Dónde tengo que firmar?
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