Competíamos absolutamente en todo y en todo me ganaba. Bastaba que ella le propusiera a Don Magencio ir a la chopera para que yo explotara y propusiera ir a ranas, a la fuente de la ermita. Naturalmente terminábamos en la chopera. Ella jugaba a ser mi novia y yo la rechazaba; cuanto más la rechazaba más me quería, cuanto más me quería más la rechazaba.
Aquella fría mañana del mes de febrero alguien me pasó un papel de chicle en el que habían escrito “¿Te qieres casar con migo?” Reconocí tanto su estupenda caligrafía, con una letra redondilla que era muy apreciada por don Magencio, como su pésima ortografía, “quieres” llevaba “u”. Rompí el papelito de la forma más aparatosa que pude y la llamé “gorda pecosa”. Se puso roja y dijo algo de mi madre, pero no le hice caso y seguí con la tarea. El maestro nos había dictado una colección de problemas en los que todo eran decenas, decenas de pájaros, decenas de cántaros de vino o decenas de niños jugando al corro. Se marchaba una decena de pájaros y llegaba otra decena y media de no se sabía dónde; los cántaros de vino se vendían y compraban siempre por decenas o como mucho por decena y media; los niños, impelidos sin duda por alguna razón misteriosa, iban y venían, aparecían y desaparecían por decenas.
Ella, como siempre, me había estado pasando las soluciones, pero al romper aquel papel de chicle yo había roto también su corazón infantil. Su consiguiente corte de mangas quería decir que ya me las podía arreglar yo solo. Entonces Don Magencio se levantó de la mesa, caminó hacia la ventana y paseó su mirada por la era de la Picorola, donde todos los veranos se instalaba la plaza de toros portátil. Se estiró poniéndose de puntillas, rebotó tres o cuatro veces sobre los talones y se giró lentamente hacia la estufa. Escarbó un poco, echó dos paletadas de carbón y nos dictó un nuevo problema.
Me sorprendí cuando ella no se levantó con el cuaderno antes que yo. La miré con precaución, ella me miró con lo que yo creí una sonrisa estúpida y me desconcertó. Acudí rápidamente a la mesa del maestro por si acaso se estuviera echando un farol. Cuando el maestro me dijo escuetamente “Mal” su sonrisa ya no era estúpida sino burlona. Uno tras otro buena parte de nuestros compañeros acudían a Don Magencio, obteniendo siempre la misma respuesta concisa. Yo me desesperaba, había revisado el problema lo menos cinco veces sin encontrar mi error. Claro que ella ni siquiera había hecho ademán de levantarse; se limitaba a mirarme, sonreír y dar golpecitos con su boli sobre el cuaderno.
Leí perfectamente sus labios: “Toma nota”, me dijo y se acercó a la mesa sin dejar de mirarme con ese aire de absoluta suficiencia que ponía cuando quería molestarme. El maestro corrigió su ejercicio, sonrió y le felicitó públicamente, poniéndola como ejemplo a todos los demás. El muy traidor había cambiado sin avisar las decenas de cántaros de vino por docenas toneles de aceite y yo me había caído con todo el equipo.
Con el paso de los años las cosas no mejoraron. A llegar a la adolescencia ella pregonaba su amor por mí en todas las pizarras del instituto y yo anunciaba mi desprecio por ella en todas las paredes que encontraba. Seguíamos siendo rivales en todo y ella seguía ganando en todo, pero ambos fingíamos no darnos cuenta, ella por compasión y yo por interés. El último año de Bachillerato ella me escribía rimas a la manera de Bécquer, yo le contestaba a la manera de Lope, ella se me declaraba y yo la repudiaba. Reiteradamente, en ambos casos.
Cuando el curso se acababa aparecieron en el tablón oficial del instituto unas divertidas coplillas en las que se lamentaba la desproporción del desarrollo de su anatomía. Lo menos ofensivo que se podía leer en aquel anónimo de autor por todos conocido era algo así como “poca teta, mucho culo, mala jeta, puto mulo”, y apareció casualmente al lado del calendario de exámenes finales que necesariamente todos los alumnos se veían obligados a consultar con frecuencia. Las risas y las miradas que su paso despertaba se siguieron oyendo durante el curso siguiente.
La víspera de la entrega de notas se celebró una fiesta de despedida para aquellos que definitivamente nos lanzábamos a enfrentarnos con el mundo exterior. La emigración al País Vasco, la Universidad o un pobre trabajo en la escasa industria local nos esperaban a todos. Ella vino directamente hacia mí y me ofreció firmar la paz definitiva, ambos partiríamos con rumbos distintos y pasarían muchos años antes de que volviésemos a vernos, si es que decidíamos volver por el pueblo. Yo había ganado y ella, aunque me calificó con una larga ristra de improperios, así lo reconocía. Nos deseamos suerte y creo que incluso estaba a punto de darle un beso de despedida cuando sacó de su bolso dos vasos de papel y una botella de güisqui, algo estrictamente prohibido.
Lo siguiente que recuerdo es que necesitaba apoyarme en ella para poder ir, aunque no tenía manera de saber a dónde. Todo a mi alrededor parecía acercarse y alejarse sin cesar. Me sentía el hombre más feliz del mundo a pesar de que aquellas potentes luces sobre mi cabeza, ¿serían las estrellas?, me producían gran malestar e incomodidad. Empezaba ya a preguntarme en qué momento me había quedado solo cuando de pronto se descorrieron las cortinas del escenario del salón de actos. Delante de mí, de pie en el patio de butacas, estaban treinta o cuarenta compañeros aplaudiéndome y riéndose. Poniéndome la mano sobre los ojos a modo de pantalla para evitar que los focos me deslumbraran, pude verla a ella en el centro dirigiendo las carcajadas. Envalentonado, y muy borracho, doblé la espalda como un brillante actor después del espectáculo. Al hacerlo contemplé horrorizado que todo lo que llevaba puesto eran los zapatos y los calcetines.
Aquello quedó como una anécdota tan divertida para unos como humillante para mí. Tardé dos semanas en volver a salir a la calle y sólo el recuerdo de mis amigos que estarían bañándose en el soto sin acordarse para nada de lo ocurrido me arrancó de mi protector domicilio.
Diez años más tarde no sólo ambos nos habíamos reintegrado al pueblo sino que ella era la alcaldesa y yo el primer teniente de alcalde. Como se ve, ella seguía ganando siempre. Todavía de tiempo en tiempo aprovechaba las reuniones que manteníamos para hacer alusión a nuestra frustrada relación, frustración que achacaba invariablemente a mi inmadurez. Hubo una sonada ocasión, cuando estaba a punto de empezar un pleno y yo le comentaba privadamente algún dato del orden del día, en que mi micrófono se abrió por pura casualidad en el momento en que ella declaraba nuevamente su incansable amor por mí. Incluso alguno de los muchos que la oyeron aplaudió mi “anda, no fastidies y vamos a trabajar”.
Creo que ese día se precipitó el final, al menos en mi memoria no ha quedado registrado otro incidente que provocara el rápido desenlace fatal. Yo sabía que no tardaría mucho en darme cumplida respuesta, pero nunca esperaba un golpe tan contundente que me empujara a la desesperación.
Tan sólo una semana después celebrábamos la fiesta mayor. Todas las calles llevaban varios días repletas de gentes con ganas de sano alboroto; bien forasteros venidos especialmente para la ocasión o bien antiguos lugareños que regresaban de su exilio económico en el País Vasco o en Cataluña llenaban los parques y las plazas principales.
La atracción principal de la fiesta siempre había sido un espectáculo taurino nocturno en el que se soltaban unas vaquillas desmochadas para diversión de los jóvenes del pueblo, quienes como única defensa tenían en el centro de la plaza un fuerte poste al que subirse en caso de peligro. La tradición mandaba que el alcalde tenía que hacer la presentación desde el centro del ruedo, junto al mástil, pero ella se había levantado aquel día con una infernal ronquera. Demasiado trasnochar, demasiados refrescos fríos y demasiadas canciones habidas la noche anterior le impedían pronunciar la más sencilla palabra, sencillamente no se le oía.
De la capital habían llegado las habituales primeras autoridades que llenaban el lugar de honor de la plaza y con ellas habían venido las cámaras de la televisión local, siempre dispuestas a hacerles la pelota. Dos mil impacientes espectadores llenaban el resto de las gradas esperando el espectáculo cuando yo me dirigí al micrófono para invitar al populacho a la diversión y a la alegría torera. Siempre me había gustado hablar en público y llevaba un par de buenos chistes sobre la valentía de los mozos locales. Pero no hubo maldita ocasión de pronunciarlos. Apenas hube empezado a hablar alguien dio la orden de que se abriera la boca del toril.
Tembló el suelo a mi espalda y el mundo entero pareció rugir sin que yo me enterase. A la velocidad con que los trenes Talgo cruzaban la estación del pueblo, un monstruoso cornúpeta se acercaba a mí dispuesto a convertirme en su juguete preferido. No tenía defensa posible y sorprendido por la retaguardia reaccioné demasiado tarde. A freír puñetas el mástil, los chistes y el micrófono, eché a correr tratando de hacer bruscos giros, como había visto mil veces en la tele. Para diversión de las masas conseguí salir indemne de las primeras acometidas del animal, resistiendo unos eternos segundos a pocos centímetros de la testuz, siendo alcanzado y derribado solamente cuando estaba a punto de tomar el olivo.
Creo que fue al día siguiente, mientras todavía se me mezclaban en el recuerdo los aplausos y las grotescas risas de las turbas de espectadores, los bufidos del animal y el asqueroso olor de sus fauces, cuando empecé a buscar la forma de vengarme. Esta vez mi respuesta tenía que ser demoledora, definitiva, una solución final tan refinadamente cruel que no le permitiese volver a recuperarse jamás, que arruinase su vida para siempre.
No tardé en encontrar la solución y descansé. Inmediatamente le propuse matrimonio y hoy, sólo tres meses después, se va a casar conmigo.
wooooow n.n
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