Amanece pesadamente, como si le diera vergüenza. Junto a la fuente de la Salud las hojas más altas de los árboles reciben los primeros rayos y se agitan para dar envidia a sus hermanas menos afortunadas. Los castaños lloran el otoño con pesadas lágrimas secas y contemplan como aguas abajo el Carrión salva la isla Dos Aguas y se reencuentra consigo mismo camino de Dueñas y del suicidio. Junto al puente del obispo, parece que sólo hubiéramos tenido un obispo, los tres gigantescos paseantes se quejan del frío de la noche. La niña tose con voz metálica, la madre dice que hay andancio y al padre le duelen los huesos, tanta humedad, ya se sabe. Mientras tanto en el otero, El Cristo, cegado, se pone la mano a modo de visera para seguir protegiendo la ciudad.
El primer coche rasga el asfalto del nuevo día y Palencia se lame la herida con gemidos de campanas lejanas que llaman a misa. Quizá fuera la señal que todos esperaban y las calles se llenan de apresurados viandantes camino del banco, de la oficina o del autobús. Alguien saluda en voz alta y ofrece un café con leche. Bares y tabernas reciben alborozados a quienes traspasan sus puertas y los cristales se empañan enseguida. Desde el exterior se ven formas espectrales, agitadas por la inquietud que dan siempre las prisas por llegar al trabajo. El humo espesa el local y parece fraguar entre los clientes de la barra.
Pasa la mañana, las sombras giran y encogen, los pasos se calman. Las chaquetas ya circulan abiertas. Hay quien, envalentonado, se la pone por encima de los hombros, ofreciendo gallardamente su pecho a las ráfagas del otoño mesetario. El sol templa el ritmo pausado de la pequeña capital, dos minutos al Ayuntamiento, tres a la oficina, otros dos a la plaza de abastos. La actividad cesa al mediodía y Berruguete, hierático, contempla desde su pedestal la plaza mayor. Sus soportales, que han visto pasar muchas generaciones de ciudadanos, se ríen de la vanidad humana encadenada a caprichosas corbatas o a extravagantes zapatos femeninos que parecen más puntiagudas armas arrojadizas que cómodo calzado.
Llega el viento y barre las avenidas; las hojas se revuelven en los rincones y los peatones aprietan el paso temiendo doblar la siguiente esquina. A medida que la tarde cae la ciudad se encoge y entristece y cierra los ojos para no ver venir las sombras. Pudorosa, la castañera que vigila la sede del diario local se estira las enaguas y pregona su mercancía con voz engolada esperando que octubre sea su agosto. Al mortecino momento anterior al encendido de las farolas le sigue una súbita explosión de actividad. Cierran empresas y negocios y las calles se llenan de un apresurado bullicio que anuncia el final del día. Con la noche los semáforos aceleran su ritmo para acabar cuanto antes e irse a casa. Palencia, somnolienta, se acurruca y la calle Mayor por fin concilia el sueño.
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