Para el estreno de “Las sandalias del pescador” se juntó todo el pueblo. Ciertamente fue un día grande en la historia del Capitol, se reservaron todos los asientos de las primeras filas del patio de butacas para el alcalde, los concejales, Don Genaro y sus coadjutores y los directores de las escuelas del pueblo. La de cosas que llevaba dichas Don Genaro sobre los pobres (y escasos, hubiera añadido yo) católicos rusos perseguidos por el malvado Soviet Supremo. El pasillo central del salón de butacas, habitualmente desnudo de todo adminículo que se pareciera lejanamente a un alfombra, lucía en aquella esperada tarde una vieja moqueta, desgastada y remendada pero muy limpia que habitualmente se disponía en la parroquia el día de las primeras comuniones o en la misa mayor de las fiestas de Santa Rosa.
De aquella tarde recuerdo especialmente el intenso aroma de los perfumes de señora que se mezclaban en la engalanada entrada del Capitol con el rancio olor a farias y cómo los señores se habían vestido sus trajes de fiesta. Esto último, lo de los trajes y las galas, lo sabía no sólo porque Mari Puri me contaba cómo iba cada uno de ellos (la verdad es que al parecer todos debían haber compartido no sólo el mismo sastre, el mismo paño y el mismo corte, sino incluso el mismo peluquero, que los había peinado a todos hacia atrás sin raya y les había retocado perfectamente el mismo bigote fascistoide, proveniente sin duda de otras calendas pasadas) sino porque mientras estábamos en el hall esperando a las autoridades y hablando en voz baja, se oía el “fru-frú” del roce de los tiesos trajes, no como en las sesiones habituales, sábados, domingos y lunes (sesión doble) en el que los clientes llevábamos nuestras ropas de diario, mucho más desgastadas por el uso y los lavados, que naturalmente no hacían ningún tipo de ruido al movernos.
Lorenzo, el dueño del Capitol, había echado el resto para conseguir que todo estuviese a la altura de la ocasión. Con las butacas no había nada que hacer, seguían siendo de madera pura y dura (las señoras llevaban en el bolso las almohadillas de casa, conste), pero había mandado limpiar las lámparas y colocar todas las bombillas que habitualmente faltaban, y había colocado a los lados de la pantalla dos grandes altavoces, según Puri procedían de “La Armonía, sociedad local de ocio y baile” que estaba dos o tres calles más allá y pretendía ser un sucedáneo de discoteca en aquellas ya lejanas décadas. A la espera de la llegada de las autoridades el público entretenía el rato oyendo canciones que habían sonado diez años atrás en la única emisora, de Onda Media, que había en la capital. Por supuesto todas ellas eran canciones españolas, nunca Don Genaro hubiera permitido canciones bárbaras que a saber qué disparates dirían.
Rosita, habitualmente crítica con mi presencia en el cine, debido quizá a que su limitado intelecto le impedía comprender cómo podía yo disfrutar con un espectáculo visual, aquel día no tuvo conmigo ninguna de sus habituales amargas palabras. La película era un éxito, el cine se iba a llenar como nunca lo había hecho y ella no paraba de despachar entradas, cobrar y dar las vueltas. También había decido lucirse para la ocasión y lucía un enorme y altísimo moño que parecía querer ocultarla, según la docta opinión de Maripuri, y quizá para impedirlo se había pintado “los morros de rojo carmesí, lógico en el pendón de Castilla”.
La película empezó tarde, como siempre que hay que esperar a las autoridades, algo que ni el advenimiento de la Democracia ha conseguido remediar. Don Genaro y al alcalde entraron, sonriendo afablemente el primero, con el entrecejo fruncido el segundo, y poco rato después se apagaron las luces, carraspearon las voces más nerviosas, se removieron los culos más inquietos y empezó la proyección.
Para mí que Anthony Quinn lo bordaba; su rostro, ora bondadoso, ora exigente, unas veces sonriente y próximo, otras pensativo y ausente, era la perfecta encarnación de las angustias que sin duda debe uno pasar cuando le nombran Papa. Un recuerdo que me ha acompañado toda la vida fue el de su escapada del Vaticano por la calles de Roma, repartiendo ternura y compartiendo la vida cotidiana con las capas más populares de los ciudadanos. A veces Puri entrecortaba su relato, hacía una prolongada pausa y parecía sobrecogerse y dejarse llevar por la fuerza de las imágenes. Quisiera recordar textualmente las palabras que pronunció para describirme la intensidad de la mirada de Anthony Quinn y para explicarme sus dudas y sus quebraderos de cabeza ante la corte vaticana, pues ya entonces, cuando no éramos más que mozalbetes que jugaban a ser adultos, me parecieron obras de arte improvisadas. Hoy merecerían estar esculpidas en los frontispicios de todos los cines del mundo.
Con todo, en un instante en que, como pasaba con frecuencia, se marchó la luz y hubo de suspenderse momentáneamente la proyección, el primer comentario que hicimos fue sobre el soberbio doblaje que habían hecho con la voz de Quinn. Luego, al cabo de bastantes años, me enteré que el doblador se llamaba Felipe Peña y que además había dirigido el doblaje en Barcelona. Creo que aún, cuando me animo a intentarlo, resuena en mis tímpanos sus palabras graves y redondas discutiendo con los cardenales sobre las riquezas de la Iglesia en aquellos diálogos escritos por John Patrick que me parecieron llenos de “mensaje”, una palabra entonces críptica, que no sabíamos muy bien qué quería decir pero que pronunciábamos con la voz engolada y dándonos el aire de entendidos.
Lo que nunca entendí muy bien es qué pintaba en una película tan bien contada la historia aneja de la crisis matrimonial del periodista que interpretaba David Janssen. Siempre me pareció que estaba de más y que interrumpía la narración, que funcionaba muy bien por sí solita. A mi parecer no añadía nada y rompía la emoción ascendente de la película.
Me emocioné con Las Sandalias del Pescador y pensé por un momento que otro mundo era posible, que un Papa procedente del mundo comunista acababa con el Telón de Acero y la Tierra dejaba de estar dividida en don bloques antagonistas. Claro que también creí que la Iglesia sería capaz de vender sus riquezas, entregarlas a los desheredados y, poniéndose de ejemplo, exigir a los dirigentes políticos acabar con el hambre y las injusticias.
A quien no le gustó la película fue a Don Genaro. Cuando Anthony Quinn, después de discutir con sus conservadores cardenales, se quita la tiara ante la muchedumbre de la plaza de San Pedro, el párroco dio un bote en su asiento que según contaron las malas lenguas puso en peligro la estabilidad de toda su fila de butacas, se levantó y vociferando “Panda de demócratas y demagogos” abandonó con gesto alterado su sillón. Recorrió todo el largo pasillo central del Capitol impulsado por la santa ira como si tuviese que cargar contra un enemigo hecho de luz, celuloide y nuevas ideas. Las puertas batientes que quedaban ocultas tras las pardas cortinas se agitaron varias veces antes de que la calma volviera al viejo cine de mi pueblo.
Mientras Don Genaro bajaba a grandes zancadas camino de la parroquia la calma retornó a un patio de butacas que se había llenado por primera vez y en el que, también por primera vez, nadie llamaba a voces a un inexistente acomodador. Aquel fue un día de lujo y boato en la pequeña historia de mi pueblo, con las clases sociales todas unidas en un acontecimiento mitad social y mitad cultural. En el Capitol.
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