lunes, agosto 11, 2014

Un ciego en el cine Capitol: 06 La diligencia

Yo llevaba varios meses detrás de Lorenzo, criticándole para que no nos trajera más comedietas de segunda fila, ligeras e intrascendentes. Pero Lorenzo siempre me despedía con palabras bonitas, vagas promesas y un par de palmadas en la espalda. Se explica porque algún tiempo antes había tenido una fuerte pelotera con el cura del pueblo en pleno casino, con la barra y las mesas llenas de parroquianos que tomaban café y jugaban las interminables partidas de siempre, a costa de “tanta marranada como nos estás trayendo, Lorenzo, que la gente no es de piedra y luego pasan las cosas que pasan”. El cura bramó y bramó sin cesar hasta que Lorenzo acabó por tirarle a la cara las fichas del dominó, marchándose sonriendo con desvergüenza, silbando y con los pulgares debajo de la sobaquera de su elegante chaleco. Sólo cuando dos días después el párroco amenazó con plantarse delante del cine e “ir sacando fotos de los pecadores que entren a ver esas películas para ponerlas el domingo en el tablón de la parroquia” Lorenzo desistió de exhibir determinados títulos y yo me quedé sin ver buen cine. Por si no fuera bastante con la censura de todos los españoles nosotros teníamos a Don Genaro de párroco.

En realidad el dinero a Lorenzo no le venía por el cine, no. Era uno de los dos socios de la principal empresa de construcción de los alrededores... Bueno, de la única. Aquellas que una vez habían existido habían terminado arruinadas o absorbidas por “Lorenzo y Bernardo Sociedad Anónima”, que tras diversas maniobras se había hecho dueña y señora de todas las obras de la comarca. Se decían muchas cosas de Lorenzo y de su forma de arrinconar a los pocos constructores que tuvieron la osadía de hacerle frente, todas ellas malas y casi todas ciertas, pero la verdad es que era la persona más envidiada de toda la comarca y que todas las mujeres jóvenes hablaban de él con admiración.
Y ustedes perdonen tan larga digresión, que empiezo a hablarles de mi pueblo y se me va el oremus. Yo les estaba contando que quería ver, ustedes ya me entienden, películas de más enjundia que las que últimamente nos estaban poniendo en el Capitol. Y la Maripuri también, que siempre le habían gustado las historias trascendentes y con un puntito canalla. Pero Lorenzo era el tío más insensible que jamás me he echado a la cara y de nada le valían nuestras insistencias. Así que decidimos que para ver buen cine teníamos que ir al Sharandon, lo que implicaba tomar el autobús de línea, propiedad de la Manolo’s Travel Car, que unía todos los días nuestro pueblo con la capital.
Pero Manolo lo que era sobre todo era avaro. Mi padre cuando volvía borracho de la ciudad (Ojo, mi padre era muy serio para el trabajo, jamás iba a su paso a nivel hasta un día después de que se le hubiese pasado totalmente la borrachera) decía que el Manolo’s Travel Car no era más que uno de los últimos vehículos de transporte de tropas de la guerra civil y que desde entonces estaba necesitado de una urgente reparación sin que a pesar de las décadas transcurridas le hubiese llegado el feliz momento. Así que dada la “solescencia” del autocar, según decía mi culto padre, no era de extrañar que los mozos más ocurrentes y sarcásticos del pueblo (no precisamente los que iban al cine a insultarme o a apedrearse con mendrugos de pan) le hubiesen puesto de mote La Diligencia.
La Diligencia era un vetusto artefacto motorizado (Me cuesta llamarlo autocar) con ventanas cuadradas que jamás nadie había conseguido abrir y cuyo maletero estaba permanentemente ocupado con piezas de recambio, cuerdas, herramientas y variadas latas de ignoto contenido, muestra de la desconfianza que sentía Manolo ante el vehículo que estaba condenado a conducir. Tenía a cada lado una hilera de bancos corridos, con respaldo absolutamente vertical, tan duros e incómodos que podían hacer la competencia a las butacas del Capitol. A diario en ellos solían acomodarse, es un decir, los cuatro hijos del pueblo que podían permitirse ir a la capital a estudiar, algún señorón que iba a consulta médica y alguna jubilada que acudía de tarde en tarde a visitar a su hijo, tal vez apoderado de banca o corredor de seguros. Los domingos, en cambio, una amplia representación de atildados jovencitos, tan ignorantes como presumidos y atrevidos, convertían sus cuarenta y cinco plazas oficiales en sesenta o setenta, gracias a los bancos corridos y a que donde caben cuatro caben cinco o tal vez seis.
El camino hasta la ciudad no era Monument Valley pero el traqueteo era igual que el que sufrieron John Wayne, Claire Trevor, y Thomas Mitchell durante su ajetreado viaje. Yo de buena gana hubiera llamado a Yakima Canutt, el doble de Wayne, para que ocupara mi lugar y sufriera en mi nombre. Uno terminaba esperando que tras cualquier recodo del camino surgiera una partida de indios que nos asaltase y nos alcanzase a las primeras de cambio, permitiendo un descanso a nuestro molido cuerpo a cambio de quedarse con nuestras pertenencias y muy probablemente con nuestras cabelleras. Mejor que no fuera así, porque aún si La Diligencia no sufría ningún percance llegaríamos con el tiempo justo para entrar en el Sharandon, al que todos llamábamos el Sabañón, por el riguroso frío que en invierno abarrotaba su patio de butacas.
Yo lo noté antes de subir a bordo. El perfume dulzón de Candelas era perceptible de lejos incluso por alguien que no tuviera el olfato y la intuición tan desarrollados como yo. Candelas era posiblemente la joven más atractiva del pueblo, según decían los ociosos que se acodaban en la barra de cualquiera de los bares locales. Ellos nunca decían “atractiva”, claro. Ellos decían que estaba buenísima y que si la pillaban a solas se iba a enterar. Porque Candelas era también la puta del pueblo, o al menos eso decían todas las beatas, la alcaldesa y todas las adictas al régimen. Bueno, las no adictas también lo decían, aunque la Maripuri siempre sospechó que era sólo por envidia de lo bien que llevaba sus escotes “palabra de honor”.
Entre otros viajeros más también estaban el Pitillo, un borrachín sin oficio ni beneficio que tras ser sorprendido tiempo atrás junto a la puerta de la Candelas se defendió torpemente diciendo que sólo estaba echando un pitillo, quedando desde entonces señalado ante todo el pueblo, y el propio Lorenzo, impecable con su traje príncipe de Gales, corbata y gafas de sol. Esta vez incluso llevaba una carísima cartera de cuero de primera calidad de la que podría decirse que cuidaba con esmero si no fuese porque tenía sobre ella la mano con su sempiterna faria cuya ceniza amenazaba con caer en cualquier momento.
Cuando después de algunos sordos estertores La Diligencia se puso en marcha, Lorenzo se sentó detrás de la Candelas y le echó directamente el humo a la cabeza. Ella lógicamente se dio la vuelta y protestó. Era todo lo que el señorito necesitaba para empezar su despreciable acoso. No necesitaba discreción, era miembro destacado de la sociedad, mientras la Candelas..., la Candelas sólo era la Candelas, claro. Las burlas eran continuas y en voz bien alta y clara; las risas de los presentes, constantes; la humillación de Candelitas, total. El tiempo se me estaba haciendo una eternidad, pero seguramente no tanto como a la pobre chica. Maripuri, a mi lado, veía, callaba y me apretaba la mano. En varias ocasiones me solté pero ella volvía a asirme, terminando por clavarme las uñas. Las manos nos sudaban, Candelas lloraba y los viajeros reían complacidos mientras Lorenzo escupía ocurrencias y recibía palmadas de beneplácito. Manolo se divertía y babeaba, pasaba más tiempo mirando por el retrovisor interior que a la carretera. Si La Diligencia hubiera corrido a más de sesenta nos habríamos salido a la cuneta tiempo atrás.
De pronto el Pitillo se levantó de su asiento, se puso al lado de Lorenzo y enseguida le espetó:

-¿Qué, Lorenzo, a la capi a arruinar la vida a alguien o a echar un polvete?
Y ante la incredulidad de éste:
-Hombre, no me dirás que no has estado nunca en el “Luna de Corfú”. ¿Qué llevas en esa cartera, el dinero para pagar a las chicas?
Todos los pasajeros habíamos enmudecido, el cenagoso silencio del momento hacía más ostensible que el ronco bufido de La Diligencia estaba diluyéndose para efectuar la primera parada de su recorrido. Lorenzo fue a reaccionar cuando Pitillo ya se había acercado a la salida y aún le dio tiempo a soltarle tres o cuatro maldiciones antes de que un enjuto guardia civil asomase por la puerta de delante.
Lorenzo se sentó de golpe y cogió fuertemente su cartera mientras el guardia repasaba una por una todas las caras y avanzaba lentamente por el pasillo. Cuando levantó su mirada y vio a Lorenzo éste quiso levantarse y salir corriendo por la otra puerta, pero la presencia de otros dos guardias civiles le convenció de quedarse a la espera.
-Disculpe, Don Lorenzo, siento molestarle –dijo el cabo cuando llegó a su lado-, pero es que hemos recibido una denuncia de su socio de la constructora, parece que... ¿Le importaría entregarme esa cartera y acompañarnos, por favor?
Aunque Manolo no había parado el motor en La Diligencia sólo se oía la entrecortada respiración de Lorenzo que casi involuntariamente había depositado su cartera sobre la mano exigente del guardia, quien aprovechó hábilmente el momento para ponerle los grilletes.
Todos nos quedamos sorprendidos, intentando comprender la escena en todas sus dimensiones, tratando inútilmente de asimilar lo ocurrido a la misma velocidad que había pasado ante nuestros ojos. Nos quedamos boquiabiertos, esperando una explicación que no se produjo. Reemprendimos la marcha más por pura inercia que por saber qué debíamos hacer, Maripuri me murmuró al oído :
- Y además el muy cerdo me pidió que me acostara con él si quería que trajera Mogambo al Capitol.
- ¡Será cerdo, el tío! –dije- ¡Y esperaría que no te resistieras el muy cabrón!
- Hombre, no, si no me resistí, pero le dije que primero la peli y después la cama.

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