lunes, agosto 11, 2014

Un ciego en el cine Capitol: 13, Mister Brown y el cenicero ilegal (I)

Salí de mi oficina al poco tiempo de haber llegado, inventándome una excusa sin importancia. Bajé con lentitud y estudiada desidia, para que nadie notara prisa ni nerviosismo. Al llegar a la puerta batiente que me separaba de la Calle 55 me paré, todavía con cierta indecisión. Llevábamos varios días de cielos compactos e impenetrables, con apretadas nubes grises y algodonosas, y casi no recordaba cuándo había sido el último día sin lluvia. El aire parecía muy pesado, cargado de humedad y difícil de respirar. Recorrí aquella acera sin importarme el agua que caía espesa y gélida, empapando mi osadía. Caminaba lentamente, como si me arrepintiera de cada paso que daba. Cuando pasé por el Radio City Music Hall doblé a la derecha, por la Sexta Avenida, en dirección a Central Park, y entré directamente hasta el fondo del pequeño comercio de bebidas de Ugarte. Era un individuo de piel cetrina, un latino con muy buena fama en determinados ambientes y cuyos orígenes en los muelles eran generalmente desconocidos. Sus ojos algo rasgados y muy nerviosos se movían siempre con celeridad y respondiendo en apariencia a algún automatismo que debía llevar en alguna parte. Nunca abandonaba una sonrisa superficial, que lo mismo le valía para atenderte solícitamente como para agarrarte por el cuello y darte una hora de plazo para saldar tus deudas con él.



Vagos rumores le situaban muy bien conectado con bandas que traficaban con armas a gran escala. Años atrás una pandilla juvenil que quería jugar a delincuentes intentó atracar su establecimiento, dejándolo parcialmente destrozado. Se decía que como recuerdo de la fechoría Ugarte perdió dos dientes y ganó una marca de navaja en cada posadera. Aquella misma noche los chavales aparecieron tirados delante de Grand Central Terminal con las piernas y los brazos rotos, lo que hablaba a las claras de esos magníficos contactos de Ugarte. Todo ello no evitó que a primera hora del día siguiente se presentara con su sonrisa en mi despacho, decidido a cobrar el seguro. Lógicamente yo aproveché la ocasión para trabar con él una amistad de la que ahora esperaba sacar inteligente provecho.

Como ya me habían dicho, a aquella hora nunca había nadie. Sus clientes habituales empezarían a llegar un par de horas más tarde, cuando se les hubiese pasado la resaca anterior y tuviesen fuerzas y dinero para buscar otra nueva. Me estaba esperando con una gigantesca cerveza en la mano. A duras penas saludé, él hizo una exagerada mueca y sin ningún disimulo me entregó aquel pequeño revólver de segunda mano. Sin mediar palabra pagué el precio convenido y empecé a salir. Había pensado en no comprar demasiada munición, pero alguien con la experiencia vital que yo tenía sabía que las cosas se podían complicar y que tenía que estar preparado para lo que pudiese venir, por imprevisible que resultara ahora. Finalmente salí después de comprar también una botella de whisky.

Volví camino de la oficina, ahora con más decisión. Me acordé de una novela que leí una vez y sonreí. Me hubiera gustado sospechar que alguien me seguía para tener un motivo por el que volverme bruscamente o para creerme el protagonista de una novela negra y mirar continuamente por encima de mis hombros. No era así, nadie sabía de mis propósitos y por lo tanto nadie iba a seguirme. ¿Pero entonces qué estaba haciendo aquel negro grandote que iba unos pasos detrás de mí y se paraba siempre al mismo tiempo que yo? Llevaba un impoluto traje blanco con una camisa azul marino y una pajarita blanca mal anudada. Desde luego, poco apropiado para pasar inadvertido en Nueva York bajo aquella molesta lluvia. Sonreía torciendo la mandíbula y se frotaba sin cesar el mentón con el dedo gordo de la mano izquierda, como si le acabasen de arrear un puñetazo. O como si se acabase de acordar de que no se había afeitado.

Por si acaso, en vez de torcer a mi oficina pasé de largo el Radio City y crucé hacia el Rockefeller Center. Cuando me giré el negro parecía haberse diluido entre la muchedumbre, quizá por efecto del agua. No me daba muy buena espina y lamenté no haber cargado la munición antes de salir de la tienda de Ugarte, uno nunca sabe cuando le va a hacer falta. Deshice mis pasos por aquella acera llena de gente apresurada, irguiéndome cuanto podía para tratar de ver lo más lejos posible, tratando de evitar los engorrosos paraguas. Enseguida me lo encontré dando golosa cuenta de un café y un donut en un solitario bar que hacía esquina a la Calle 50. Me tranquilicé y me decidí a ir directamente al despacho, sin mayores precauciones.

Nada más entrar apareció ante mí el sorprendente busto de Miss Senders. Recuerdo que un par de años atrás intenté una aventura con ella en Buddy’s, una tarde que tuve que quedarme varias horas más a preparar un informe para los de publicidad. Ella sabía que estaba casado y que era su jefe, así que con gran habilidad hizo como si no me tomase en serio y nunca más volvimos a hablar de ello.

Al verme llegar dejó bruscamente una novela barata y se fingió ocupada en atender el teléfono. En otras circunstancias le hubiera preguntado quién era el asesino, sólo para burlarme un poco y ver cómo se sofocaba, pero no quería provocarla ni distraer mi atención de lo que era realmente importante. Apreté en mi bolsillo aquel pequeño revólver, sintiendo su rigidez y su frialdad en mi mano sudorosa. Su contacto metálico me devolvió a la realidad y le pregunté si Mister Miller habría llegado ya a su despacho. Ella negó educada y tímidamente, sabiéndose sorprendida. Según entraba fui saludando a todos los muchachos como si nada fuera a pasar, unos me devolvían el saludo con prontitud, otros simplemente levantaban la cabeza y otros no se daban por enterados porque tenían a los clientes sentados al otro lado de la mesa. Se agradecía entrar en aquella atmósfera espesada por las respiraciones de muchas decenas de personas y por varios días sin ventilar bien a causa de la persistente lluvia.

Al llegar a mi puerta respiré profundamente, buscando valor para lo que se avecinaba. Había pensado en crear expectación poco a poco, que todos se fueran enterando por el propio peso de los acontecimientos, sin necesidad de que yo dijera nada a nadie de lo que iba a pasar entre Mister Miller y yo. De ser verdad lo que contaban parece que hubo una época en que Mister Miller tuvo un bar de mala nota en alguna ciudad del norte de África, tal vez en Marruecos, y un desengaño amoroso con una europea terminó por remitirlo a Nueva York, convirtiéndolo en alguien huraño y envilecido, que odiaba a casi todo el mundo por verse obligado a trabajar en una oficina.

No me sentía con prisa, prefería dar tiempo a que la noticia corriese de despacho en despacho, de mesa en mesa. Justo antes de entrar levanté la mirada con la esperanza de que alguno de mis compañeros me estuviese mirando para que me viese sacar el revólver, pero todos parecían estar muy ocupados resolviendo asuntos o atendiendo a tristes e inermes viudas que venían a preguntar por qué aquel mes se retrasaba el cheque de su pensión. Con tantos días grises, con tan poca luz natural y tantos litros de agua caídos sobre Manhattan, Miller Incorporated parecía haber perdido vitalidad y hasta hablábamos bajito y como si hubiera que tener más cuidado. Ni siquiera se oía a Stephen Tyner, aquel excéntrico barbilampiño de Queens, que hablaba siempre como si estuviese voceando los periódicos en los andenes del metro. El murmullo que llegaba continuamente de los despachos vecinos parecía aquella mañana más mortecino que de costumbre.

Decidí obrar con calma, quedaba mucha mañana por delante y los muchachos tendrían que pasar junto a mi puerta para ir a la máquina del café. Alguno pasaría, asomaría la cabeza para saludarme y no podría evitar ver el arma encima de mi mesa. De pronto me di cuenta: mi mesa era tan negra como el revólver, que pasaría demasiado desapercibido entre la montaña de carpetas que llevaban días esperando mi firma o simplemente mi atención. Guardé la botella de whisky, rebusqué en el último cajón de mi armario y saqué aquel enorme cenicero blanco, casi como un plato de postre, que me habían obligado a guardar hacía tiempo, lo puse ante mí y sobre él deposité el arma. Justo en el mismo momento Miss Murray asomó su roja cabeza irlandesa y tras dar un encantador gritito de asombro y empujar sus gafas desde la punta de la nariz a su lugar natural desapareció con inusitada rapidez.

Di por supuesto que iría inmediatamente a los lavabos para cotillearlo con Lauren, la expresidiaria que se ocupaba de la centralita, o con aquella gorda rubia que sustituía a la señora de la limpieza y que antes había estado trabajando en Henry’s, el salon de claqué que había en la calle 47, al este de la Quinta Avenida. El primer pez había picado antes incluso de lo que yo esperaba y dentro de poco una sucesión de compañeros repetiría la visita como por casualidad. Tarde o temprano alguno correría a hacérselo saber a Mister Miller. Incluso casi podía adivinar cuál iba a ser la actitud de mi jefe. Sonreiría, como siempre, torciendo la boca, lo que le daba el aspecto de ser superior a los demás y estar de vuelta de todo, introduciría con desgana el dedo pulgar en el bolsillo del chaleco y pronunciaría alguna frase solemne y sardónica.

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