lunes, agosto 11, 2014

Un ciego en el cine Capitol: 08 Mansiones verdes

De quien anduve mucho tiempo enamorado fue de Audrey Hepburn. Siempre me gustó el aura de tristeza y melancolía que de ella me transmitía Mari Puri. Incluso en momentos de felicidad y de éxito, cuando todo parecía irle bien, cuando el amor le sonreía en cualquiera de sus películas, su mirada no dejaba de ser melancólica y ensoñadora, casi siempre dirigiéndose al infinito, mucho más allá del horizonte, por detrás de la cámara, su sonrisa arrojaba una dulzura que ninguna de sus rivales podía conseguir. Cuando me hablaba de ella, la voz de la Puri se enternecía y adquiría inflexiones de cariño e ingenuidad que nunca más igualaba, ni siquiera en los momentos íntimos que vivíamos bien en su casa o en la orilla del río. Diríase que la admiración que sentía por ella trasmutaba su garganta tapizándola de terciopelo, volviendo su voz ligeramente más grave, como si al hablar intentase llegar directamente al corazón y conmover mis sentimientos. Llegué a obsesionarme con la severa elegancia de Audrey desayunando ante el escaparate de Tifanny’s y no tardé en elevarla a la categoría de musa de mis sueños

De ella me gustaban todas sus películas. Recuerdo la impresión que me produjo “Sola en la oscuridad” , cuando la tensión que la pantalla nos traspasaba hizo que Maripuri, sentada como casi siempre sobre mis rodillas, dejara de narrarme las escenas y se echara hacia atrás, tensándose horriblemente y empujándome contra el respaldo de la butaca durante unos interminables segundos en los que no conseguí que respondiera a mis demandas de auxilio. Los más largos momentos de calma y silencio que recuerdo en el Capitol, cuando nadie llamaba a voces al acomodador, cuando no volaban trozos de pan, cuando nadie insultaba ni se reía a grandes carcajadas, fueron mientras la ciega estaba sola en su apartamento. Sólo un ciego puede entender a otro, sólo un ciego cinéfilo puede comprender las dimensiones exactas del magnífico trabajo que hizo en esa película. Cuando salimos del Capitol Mari Puri apenas hablaba, paseábamos fuertemente cogidos de la mano, hasta el punto que en un par de ocasiones tuve que decirle que me hacía daño. En nuestro silencio caminábamos demasiado despacio para la que otras veces había sido habitual, como si de pronto ella hubiera sido consciente de que llevaba de la mano a un invidente. Estoy seguro, nunca se lo pregunté, de que me llevaba más cautelosamente que nunca, temiendo que en cualquier momento mi pie fallara y un tropezón me llevara al suelo.

Pero en todas sus películas salíamos impresionados por uno u otro motivo. En “Sabrina” la admirábamos por mantener la dignidad por encima de las circunstancias, nos solidarizábamos con ella y odiábamos a los ricos protagonistas que la despreciaban (Por cierto, algún día tengo que dictarle a Maripuri sobre lo absurdo que resulta el empeño de algunos en filmar remakes que nunca se debieron filmar). En “Vacaciones en Roma”, sufríamos con ella y con su desconocimiento de la manipulación a que la estaba sometiendo Gregory Peck y sentíamos deseos de asaltar la pantalla e ir a contarle al oído todo lo que estaba pasando y lo que le estaban haciendo. Nunca se me olvidará el cartel de la película que un jueves por la tarde apareció colgado en la cartelera del Capitol, con las ruinas del Coliseo al fondo, montando en moto, sonriente e ingenuamente satisfecha. Y debajo, como siempre: “El próximo sábado, en sesiones de siete y diez y cuarto. El domingo, a las seis y a las nueve.” En la sincera y sencilla sonrisa de la protagonista, en la intensidad de su mirada, se transfigura la felicidad de escapar del rígido protocolo monárquico y vivir por las calles de Roma la vida del común de los mortales con la libertad y la ligereza de una vespa, mientras en la media sonrisa mal disimulada de Gregory Peck se percibía, según las espléndidas narraciones de Mari Puri, la codicia de un periodista fabricando un reportaje que, sin importarle el daño que pudiera causar, le proporcionara un éxito profesional que más honestamente no podía lograr.

Incluso en películas menores, como “Mansiones verdes”, donde quizá el maquillaje y el peinado no la favorecían demasiado, transmitía siempre esa enorme serenidad que tocaba el ánima del espectador. Sus gráciles movimientos en el ambiente salvaje y selvático de Venezuela hacían llegar al espectador una sencilla elegancia y una delicada sofisticación que probablemente había heredado de la noble cuna de su madre. No se puede decir que fuese una actriz que llenase la pantalla con su personalidad. Supongo que ni lo buscaba ni nadie lo esperaba, su presencia en escena era superior a todo eso, su delicadeza, sus sentimientos, su dulzura impregnaba todo el patio de duras butacas de madera del Capitol.

Cuando se acabó “Mansiones verdes” y se iluminaron las débiles luces del Capitol yo me sentí fracasado y no pude impedir que una profunda tristeza se adueñara de mi alma. Me hubiera gustado más que nunca ser Anthony Perkins, pasear plácida y románticamente por las profundidades de la selva con Audrey de mi mano, oír cómo me contaba historias de los diferentes animales que eran sus amigos, de las extrañas plantas del lugar, aspirar con ella el aire libre de la naturaleza. Yo no hubiera querido marcharme de allí, ni siquiera en busca de oro. Difícilmente hubiera yo concebido mayor felicidad que la de vivir en la selva con Audrey, sin compromisos, sin reloj, sin andar pendiente de los semáforos o del trabajo, desde luego conmigo la película hubiera tenido otro final. A mí me pareció que Mel Ferrer falló estrepitosamente en esta ocasión y que casi cualquier otro trabajo de la que fue su mujer fue superior a éste.

Desde luego como motivo para divorciarse de él no se me ocurre nada más justo.

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